Hola chicos =)
En esta entrada podrán encontrar los tres relatos enmarcados del libro El conde Lucanor, del infante Don Juan Manuel que vamos a leer en esta unidad:
>“El
dean de Santiago”
>“Lo que sucedió a un hombre bueno con su hijo”
>“Los tres pícaros”
Les pido por favor que los impriman (cópienlos y péguenlos en Word con el formato que más les guste) porque vamos a trabajar con ellos y los vayan guardando en un folio. En unos días voy a cargar los cuentos que faltan que -si chequean el programa- ya pueden ir consultándolos con total libertad.
Les mando un beso a todos y nos vemos mañana
Prof. Arch
Cuento XI – El conde Lucanor –
Juan Manuel
De lo que aconteció a un deán de Santiago con don
Illán, gran maestro que moraba en Toledo
Otro día
hablaba el conde Lucanor con Patronio, su consejero, y contábale sus asuntos de
esta guisa:
-Patronio,
un hombre vino a rogarme que le ayudase en un hecho en que había menester mi
ayuda, y prometiome que haría por mí todas las cosas que fuesen mi pro y mi
honra. Y yo comencele a ayudar cuanto pude en aquel hecho. Y antes de que el
negocio fuese acabado, creyendo él que ya el negocio suyo estaba resuelto,
acaeció una cosa en que cumplía que él la hiciese por mí, y roguele que la
hiciese y él púsome excusa. Y después acaeció otra cosa que él hubiese podido
hacer por mí, y púsome otrosí excusa: y esto me hizo en todo lo que yo le rogué
que hiciese por mí. Y aquel hecho por el que él me rogó, no está aún resuelto,
ni se resolverá si yo no quiero. Y por la confianza que yo he en vos y en el
vuestro entendimiento, ruégoos que me aconsejéis lo que haga en esto.
-Señor
conde -dijo Patronio-, para que vos hagáis en esto lo que vos debéis, mucho
querría que supieseis lo que aconteció a un deán de Santiago con don Illán, el
gran maestro que moraba en Toledo.
Y el
conde le preguntó cómo había sido aquello.
-Señor
conde -dijo Patronio-, en Santiago había un deán que había muy gran talante de
saber el arte de la nigromancia1, y oyó
decir que don Illán de Toledo sabía de ello más que ninguno que viviese en
aquella sazón. Y por ello vínose para Toledo para aprender aquella ciencia. Y
el día que llegó a Toledo, enderezó luego a casa de don Illán y hallolo que
estaba leyendo en una cámara muy apartada; y luego que llegó a él, recibiolo
muy bien y díjole que no quería que le dijese ninguna cosa de aquello por lo
que venía hasta que hubiesen comido. Y cuidó muy bien de él e hízole dar muy
buena posada, y todo lo que hubo menester, y diole a entender que le placía
mucho con su venida.
Y después
que hubieron comido, apartose con él y contole la razón por la que allí había
venido, y rogole muy apremiadamente que le mostrase aquella ciencia, que él
había muy gran talante de aprenderla. Y don Illán díjole que él era deán y
hombre de gran rango y que podría llegar a gran estado y los hombres que gran
estado tienen, desde que todo lo suyo han resuelto a su voluntad, olvidan muy
deprisa lo que otro ha hecho por ellos. Y él, que recelaba que desde que él
hubiese aprendido de él aquello que él quería saber, que no le haría tanto bien
como él le prometía. Y el deán le prometió y le aseguró que de cualquier bien
que él tuviese, que nunca haría sino lo que él mandase.
Y en
estas hablas estuvieron desde que hubieron yantado2 hasta
que fue hora de cena. De que su pleito fue bien asosegado entre ellos, dijo don
Illán al deán que aquella ciencia no se podía aprender sino en lugar muy
apartado y que luego, esa noche, le quería mostrar do habían de estar hasta que
hubiese aprendido aquello que él quería saber. Y tomole por la mano y llevole a
una cámara. Y, en apartándose de la otra gente, llamó a una manceba de su casa
y díjole que tuviese perdices para que cenasen esa noche, mas que no las
pusiese a asar hasta que él se lo mandase.
Y desde
que esto hubo dicho llamó al deán; y entraron ambos por una escalera de piedra
muy bien labrada y fueron descendiendo por ella muy gran rato de guisa que
parecía que estaban tan bajos que pasaba el río Tajo sobre ellos. Y desde que
estuvieron al final de la escalera, hallaron una posada muy buena, y una cámara
muy adornada que allí había, donde estaban los libros y el estudio en que había
de leer. Y desde que se sentaron, estaban parando mientes en cuáles libros
habían de comenzar. Y estando ellos en esto, entraron dos hombres por la puerta
y diéronle una carta que le enviaba el arzobispo, su tío, en que le hacía saber
que estaba muy doliente y que le enviaba rogar que, si le quería ver vivo, que
se fuese luego para él. Al deán le pesó mucho de estas nuevas; lo uno por la
dolencia de su tío, y lo otro porque receló que había de dejar su estudio que
había comenzado. Pero puso en su corazón el no dejar aquel estudio tan deprisa
e hizo sus cartas de respuesta y enviolas al arzobispo su tío. Y de allí a unos
tres días llegaron otros hombres a pie que traían otras cartas al deán, en que
le hacían saber que el arzobispo era finado3, y que
estaban todos los de la iglesia en su elección y que fiaban en que, por la
merced de Dios, que le elegirían a él, y por esta razón que no se apresurase a
ir a la iglesia. Porque mejor era para él que le eligiesen estando en otra
parte, que no estando en la Iglesia.
Y de allí
al cabo de siete o de ocho días, vinieron dos escuderos muy bien vestidos y muy
bien aparejados, y cuando llegaron a él besáronle la mano y mostráronle las
cartas que decían cómo le habían elegido arzobispo. Y cuando don Illán esto
oyó, fue al electo y díjole cómo agradecía mucho a Dios porque estas buenas
nuevas le habían llegado en su casa; y pues Dios tanto bien le había hecho, que
le pedía como merced que el deanato que quedaba vacante que lo diese a un hijo
suyo. El electo díjole que le rogaba que le quisiese permitir que aquel deanato
que lo hubiese un su hermano; mas que él haría bien de guisa que él quedase contento,
y que le rogaba que se fuese con él para Santiago y que llevase él a aquel su
hijo. Don Illán dijo que lo haría.
Y
fuéronse para Santiago; y cuando allí llegaron fueron muy bien recibidos y muy
honrosamente. Y desde que moraron allí un tiempo, un día llegaron al arzobispo
mandaderos del papa con sus cartas en las cuales le daba el obispado de Tolosa,
y que le concedía la gracia de que pudiese dar el arzobispado a quien quisiese.
Cuando don Illán esto oyó, recordándole muy apremiadamente lo que con él había
convenido, pidiole como merced que lo diese a su hijo; y el arzobispo le rogó
que consintiese que lo hubiese un su tío, hermano de su padre. Y don Illán dijo
que bien entendía que le hacía gran tuerto, pero que esto que lo consentía con
tal de que estuviese seguro de que se lo enmendaría más adelante. El arzobispo
le prometió de toda guisa que lo haría así y rogolo que fuese con él a Tolosa.
Y desde
que llegaron a Tolosa, fueron muy bien recibidos de los condes y de cuantos
hombres buenos había en la tierra. Y desde que hubieron allí morado hasta dos
años, llegáronle mandaderos del papa con sus cartas en las cuales le hacía el
papa cardenal y que le concedía la gracia de que diese el obispado de Tolosa a
quien quisiese. Entonces fue a él don Illán y díjole que, pues tantas veces le
había fallado en lo que con él había acordado, que ya aquí no había lugar para
ponerle excusa ninguna, que no diese alguna de aquellas dignidades a su hijo. Y
el cardenal rogole que consintiese que hubiese aquel obispado un su tío,
hermano de su madre, que era hombre bueno y anciano; mas que, pues él cardenal
era, que se fuese con él para la corte, que asaz había en que hacerle bien. Y
don Illán quejose de ello mucho, pero consintió en lo que el cardenal quiso, y
fuese con él para la corte.
Y desde
que allí llegaron, fueron muy bien recibidos por los cardenales y por cuantos
allí estaban en la corte, y moraron allí muy gran tiempo. Y don Illán
apremiando cada día al cardenal que le hiciese alguna gracia a su hijo, y él
poníale excusas.
Y estando
así en la corte, finó el papa; y todos los cardenales eligieron a aquel
cardenal por papa. Entonces fue a él don Illán y díjole que ya no podía poner
excusa para no cumplir lo que le había prometido. Y el papa le dijo que no le
apremiase tanto, que siempre habría lugar para que le hiciese merced según
fuese razón. Y don Illán se comenzó a quejar mucho, recordándole cuántas cosas
le había prometido y que nunca le había cumplido ninguna, y diciéndole que
aquello recelaba él la primera vez que con él había hablado y pues que a aquel
estado era llegado y no le cumplía lo que le había prometido, que ya no le
quedaba lugar para esperar de él bien ninguno. De esta queja se quejó mucho el
papa y comenzole a maltraer diciéndole que, si más le apremiase, que le haría
echar en una cárcel, que era hereje y mago, que bien sabía él que no había otra
vida ni otro oficio en Toledo donde él moraba, sino vivir de aquel arte de la
nigromancia.
Y desde
que don Illán vio cuán mal galardonaba el papa lo que por él había hecho,
despidiose de él y ni siquiera le quiso dar el papa para que comiese por el
camino. Entonces don Illán dijo al papa que pues otra cosa no tenía para comer,
que se habría de tornar a las perdices que había mandado a asar aquella noche,
y llamó a la mujer y díjole que asase las perdices.
Cuando
esto dijo don Illán, se halló el papa en Toledo, deán de Santiago, como lo era
cuando allí vino, y tan grande fue la vergüenza que hubo, que no supo qué
decirle. Y don Illán díjole que se fuese con buena ventura y que asaz había
probado lo que tenía en él, y que lo tendría por muy mal empleado si comiese su
parte de las perdices.
Y vos,
señor conde Lucanor, pues veis que tanto hacéis por aquel hombre que os demanda
ayuda y no os da de ello mejores gracias, tengo que no habéis por qué trabajar
ni aventuraros mucho para llevarlo a ocasión en que os dé tal galardón como el
deán dio a don Illán.
El conde
tuvo este por buen consejo, e hízolo así y hallose en ello bien.
Y porque
entendió don Juan que este ejemplo era muy bueno, hízolo escribir en este libro
e hizo de ello estos versos que dicen así:
A quien mucho ayudes y no te lo reconozca
menos ayuda habrás de él desde que a gran honra suba
FIN
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Cuento II – El conde Lucanor -
Juan Manuel
Lo que sucedió a un hombre bueno con su hijo
Otra vez,
hablando el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, le dijo que estaba muy
preocupado por algo que quería hacer, pues, si acaso lo hiciera, muchas
personas encontrarían motivo para criticárselo; pero, si dejara de hacerlo,
creía él mismo que también se lo podrían censurar con razón. Contó a Patronio
de qué se trataba y le rogó que le aconsejase en este asunto.
-Señor
Conde Lucanor -dijo Patronio-, ciertamente sé que encontraréis a muchos que
podrían aconsejaros mejor que yo y, como Dios os hizo de buen entendimiento, mi
consejo no os hará mucha falta; pero, como me lo habéis pedido, os diré lo que
pienso de este asunto. Señor Conde Lucanor -continuó Patronio-, me gustaría
mucho que pensarais en la historia de lo que ocurrió a un hombre bueno con su
hijo.
El conde
le pidió que le contase lo que les había pasado, y así dijo Patronio:
-Señor,
sucedió que un buen hombre tenía un hijo que, aunque de pocos años, era de muy fino
entendimiento. Cada vez que el padre quería hacer alguna cosa, el hijo le
señalaba todos sus inconvenientes y, como hay pocas cosas que no los tengan, de
esta manera le impedía llevar acabo algunos proyectos que eran buenos para su
hacienda. Vos, señor conde, habéis de saber que, cuanto más agudo entendimiento
tienen los jóvenes, más inclinados están a confundirse en sus negocios, pues
saben cómo comenzarlos, pero no saben cómo los han de terminar, y así se
equivocan con gran daño para ellos, si no hay quien los guíe. Pues bien, aquel
mozo, por la sutileza de entendimiento y, al mismo tiempo, por su poca
experiencia, abrumaba a su padre en muchas cosas de las que hacía. Y cuando el
padre hubo soportado largo tiempo este género de vida con su hijo, que le
molestaba constantemente con sus observaciones, acordó actuar como os contaré
para evitar más perjuicios a su hacienda, por las cosas que no podía hacer y,
sobre todo, para aconsejar y mostrar a su hijo cómo debía obrar en futuras
empresas.
»Este
buen hombre y su hijo eran labradores y vivían cerca de una villa. Un día de
mercado dijo el padre que irían los dos allí para comprar algunas cosas que
necesitaban, y acordaron llevar una bestia para traer la carga. Y camino del
mercado, yendo los dos a pie y la bestia sin carga alguna, se encontraron con
unos hombres que ya volvían. Cuando, después de los saludos habituales, se
separaron unos de otros, los que volvían empezaron a decir entre ellos que no
les parecían muy juiciosos ni el padre ni el hijo, pues los dos caminaban a pie
mientras la bestia iba sin peso alguno. El buen hombre, al oírlo, preguntó a su
hijo qué le parecía lo que habían dicho aquellos hombres, contestándole el hijo
que era verdad, porque, al ir el animal sin carga, no era muy sensato que ellos
dos fueran a pie. Entonces el padre mandó a su hijo que subiese en la
cabalgadura.
»Así
continuaron su camino hasta que se encontraron con otros hombres, los cuales,
cuando se hubieron alejado un poco, empezaron a comentar la equivocación del
padre, que, siendo anciano y viejo, iba a pie, mientras el mozo, que podría
caminar sin fatigarse, iba a lomos del animal. De nuevo preguntó el buen hombre
a su hijo qué pensaba sobre lo que habían dicho, y este le contestó que
parecían tener razón. Entonces el padre mandó a su hijo bajar de la bestia y se
acomodó él sobre el animal.
»Al poco
rato se encontraron con otros que criticaron la dureza del padre, pues él, que
estaba acostumbrado a los más duros trabajos, iba cabalgando, mientras que el
joven, que aún no estaba acostumbrado a las fatigas, iba a pie. Entonces
preguntó aquel buen hombre a su hijo qué le parecía lo que decían estos otros,
replicándole el hijo que, en su opinión, decían la verdad. Inmediatamente el
padre mandó a su hijo subir con él en la cabalgadura para que ninguno caminase
a pie.
»Y yendo
así los dos, se encontraron con otros hombres, que comenzaron a decir que la
bestia que montaban era tan flaca y tan débil que apenas podía soportar su
peso, y que estaba muy mal que los dos fueran montados en ella. El buen hombre
preguntó otra vez a su hijo qué le parecía lo que habían dicho aquellos,
contestándole el joven que, a su juicio, decían la verdad. Entonces el padre se
dirigió al hijo con estas palabras:
»-Hijo
mío, como recordarás, cuando salimos de nuestra casa, íbamos los dos a pie y la
bestia sin carga, y tú decías que te parecía bien hacer así el camino. Pero
después nos encontramos con unos hombres que nos dijeron que aquello no tenía
sentido, y te mandé subir al animal, mientras que yo iba a pie. Y tú dijiste
que eso sí estaba bien. Después encontramos otro grupo de personas, que dijeron
que esto último no estaba bien, y por ello te mandé bajar y yo subí, y tú
también pensaste que esto era lo mejor. Como nos encontramos con otros que dijeron
que aquello estaba mal, yo te mandé subir conmigo en la bestia, y a ti te
pareció que era mejor ir los dos montados. Pero ahora estos últimos dicen que
no está bien que los dos vayamos montados en esta única bestia, y a ti también
te parece verdad lo que dicen. Y como todo ha sucedido así, quiero que me digas
cómo podemos hacerlo para no ser criticados de las gentes: pues íbamos los dos
a pie, y nos criticaron; luego también nos criticaron, cuando tú ibas a caballo
y yo a pie; volvieron a censurarnos por ir yo a caballo y tú a pie, y ahora que
vamos los dos montados también nos lo critican. He hecho todo esto para
enseñarte cómo llevar en adelante tus asuntos, pues alguna de aquellas monturas
teníamos que hacer y, habiendo hecho todas, siempre nos han criticado. Por eso
debes estar seguro de que nunca harás algo que todos aprueben, pues si haces
alguna cosa buena, los malos y quienes no saquen provecho de ella te
criticarán; por el contrario, si es mala, los buenos, que aman el bien, no
podrán aprobar ni dar por buena esa mala acción. Por eso, si quieres hacer lo
mejor y más conveniente, haz lo que creas que más te beneficia y no dejes de
hacerlo por temor al qué dirán, a menos que sea algo malo, pues es cierto que
la mayoría de las veces la gente habla de las cosas a su antojo, sin pararse a
pensar en lo más conveniente.
»Y a vos,
Conde Lucanor, pues me pedís consejo para eso que deseáis hacer, temiendo que
os critiquen por ello y que igualmente os critiquen si no lo hacéis, yo os
recomiendo que, antes de comenzarlo, miréis el daño o provecho que os puede
causar, que no os confiéis sólo a vuestro juicio y que no os dejéis engañar por
la fuerza de vuestro deseo, sino que os dejéis aconsejar por quienes sean
inteligentes, leales y capaces de guardar un secreto. Pero, si no encontráis
tal consejero, no debéis precipitaros nunca en lo que hayáis de hacer y dejad
que pasen al menos un día y una noche, si son cosas que pueden posponerse. Si
seguís estas recomendaciones en todos vuestros asuntos y después los encontráis
útiles y provechosos para vos, os aconsejo que nunca dejéis de hacerlos por
miedo a las críticas de la gente.
El
consejo de Patronio le pareció bueno al conde, que obró según él y le fue muy
provechoso.
Y, cuando
don Juan escuchó esta historia, la mandó poner en este libro e hizo estos
versos que dicen así y que encierran toda la moraleja:
Por críticas de gentes, mientras que no hagáis mal,
buscad vuestro provecho y no os dejéis llevar.
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Cuento XXXII – El conde Lucanor –
Juan Manuel
De lo que sucedió a un rey con los pícaros que
hicieron la tela
Una vez
el conde Lucanor le dijo a Patronio, su consejero:
-Patronio,
un hombre me ha venido a proponer una cosa muy importante y que dice me
conviene mucho, pero me pide que no lo diga a ninguna persona por confianza que
me inspire, y me encarece tanto el secreto que me asegura que si lo digo toda
mi hacienda y hasta mi vida estarán en peligro. Como sé que nadie os podrá
decir nada sin que os deis cuenta si es verdad o no, os ruego me digáis lo que
os parece esto.
-Señor
conde Lucanor -respondió Patronio-, para que veáis lo que, según mi parecer, os
conviene más, me gustaría que supierais lo que sucedió a un rey con tres
granujas que fueron a estafarle.
El conde
le preguntó qué le había pasado.
-Señor
conde Lucanor -dijo Patronio-, tres pícaros fueron a un rey y le dijeron que
sabían hacer telas muy hermosas y que especialmente hacían una tela que sólo
podía ser vista por el que fuera hijo del padre que le atribuían, pero que no
podía verla el que no lo fuera. Al rey agradó esto mucho, esperando que por tal
medio podría saber quiénes eran hijos de los que aparecían como sus padres y
quiénes no, y de este modo aumentar sus bienes, ya que los moros no heredan si
no son verdaderamente hijos de sus padres; a los que no tienen hijos los hereda
el rey. Éste les dio un salón para hacer la tela.
Dijéronle
ellos que para que se viera que no había engaño, podía encerrarlos en aquel
salón hasta que la tela estuviese acabada. Esto también agradó mucho al rey,
que los encerró en el salón, habiéndoles antes dado todo el oro, plata, seda y
dinero que necesitaban para hacer la tela.
Ellos
pusieron su taller y hacían como si se pasaran el tiempo tejiendo. A los pocos
días fue uno de ellos a decir al rey que ya habían empezado la tela y que
estaba saliendo hermosísima; díjole también con qué labores y dibujos la
fabricaban, y le pidió que la fuera a ver, rogándole, sin embargo, que fuese
solo. Al rey le pareció muy bien todo ello.
Queriendo
hacer antes la prueba con otro, mandó el rey a uno de sus servidores para que
la viese, pero sin pedirle le dijera luego la verdad. Cuando el servidor habló
con los pícaros y oyó contar el misterio que tenía la tela, no se atrevió a
decirle al rey que no la habla visto. Después mandó el rey a otro, que también
aseguró haber visto la tela. Habiendo oído decir a todos los que había enviado
que la habían visto, fue el rey a verla. Cuando entró en el salón vio que los
tres pícaros se movían como si tejieran y que le decían: “Ved esta labor. Mirad
esta historia. Observad el dibujo y la variedad que hay en los colores.” Aunque
todos estaban de acuerdo en lo que decían, la verdad es que no tejían nada. Al
no ver el rey nada y oír, sin embargo, describir una tela que otros hablan
visto, se tuvo por muerto, porque creyó que esto le pasaba por no ser hijo del
rey, su padre, y temió que, si lo dijera, perdería el reino. Por lo cual empezó
a alabar la tela y se fijó muy bien en las descripciones de los tejedores.
Cuando volvió a su cámara refirió a sus cortesanos lo buena y hermosa que era
aquella tela y aun les pintó su dibujo y colores, ocultando así la sospecha que
había concebido.
A los dos
o tres días envió a un ministro a que viera la tela. Antes de que fuese el rey
le contó las excelencias que la tela tenía. El ministro fue, pero cuando vio a
los pícaros hacer que tejían y les oyó describir la tela y decir que el rey la
había visto, pensó que él no la veía por no ser hijo de quien tenía por padre y
que si los demás lo sabían quedaría deshonrado. Por eso empezó a alabar su
trabajo tanto o más que el rey.
Al volver
el ministro al rey, diciéndole que la había visto y haciéndole las mayores
ponderaciones de la tela, se confirmó el rey en su desdicha, pensando que si su
ministro la veía y él no, no podía dudar de que no era hijo del rey a quien
había heredado. Entonces comenzó a ponderar aún más la calidad y excelencia de
aquella tela y a alabar a los que tales cosas sabían hacer.
Al día
siguiente envió el rey a otro ministro y sucedió lo mismo. ¿Qué más os diré? De
esta manera y por el temor a la deshonra fueron engañados el rey y los demás
habitantes de aquel país, sin que ninguno se atreviera a decir que no veía la
tela. Así pasó la cosa adelante hasta que llegó una de las mayores fiestas del
año. Todos le dijeron al rey que debía vestirse de aquella tela el día de la
fiesta. Los pícaros le trajeron el paño envuelto en una sábana, dándole a entender
que se lo entregaban, después de lo cual preguntaron al rey qué deseaba que le
hiciesen con él. El rey les dijo el traje que quería. Ellos le tomaron medidas
e hicieron como si cortaran la tela, que después coserían.
Cuando
llegó el día de la fiesta vinieron al rey con la tela cortada y cosida.
Hiciéronle creer que le ponían el traje y que le alisaban los pliegues. De este
modo el rey se persuadió de que estaba vestido, sin atreverse a decir que no
veía la tela. Vestido de este modo, es decir, desnudo, montó a caballo para
andar por la ciudad. Tuvo la suerte de que fuera verano, con lo que no corrió
el riesgo de enfriarse. Todas las gentes que lo miraban y que sabían que el que
no veía la tela era por no ser hijo de su padre, pensando que los otros sí la
veían, se guardaban muy bien de decirlo por el temor de quedar deshonrados. Por
esto todo el mundo ocultaba el que creía que era su secreto. Hasta que un
negro, palafrenero del rey, que no tenía honra que conservar, se acercó y le
dijo:
-Señor, a
mí lo mismo me da que me tengáis por hijo del padre que creí ser tal o por hijo
de otro; por eso os digo que yo soy ciego o vos vais desnudo.
El rey
empezó a insultarle, diciéndole que por ser hijo de mala madre no veía la tela.
Cuando lo dijo el negro, otro que lo oyó se atrevió a repetirlo, y así lo
fueron diciendo, hasta que el rey y todos los demás perdieron el miedo a la
verdad y entendieron la burla que les habían hecho. Fueron a buscar a los tres
pícaros y no los hallaron, pues se habían ido con lo que le habían estafado al
rey por medio de este engaño.
Vos,
señor conde Lucanor, pues ese hombre os pide que ocultéis a vuestros más leales
consejeros lo que él os dice, estad seguro de que os quiere engañar, pues
debéis comprender que, si apenas os conoce, no tiene más motivos para desear
vuestro provecho que los que con vos han vivido y han recibido muchos
beneficios de vuestra mano, y por ello deben procurar vuestro bien y servicio.
El conde
tuvo este consejo por bueno, obró según él y le fue muy bien. Viendo don Juan
que este cuento era bueno, lo hizo poner en este libro y escribió unos versos
que dicen así:
Al que te aconseja encubrirte de tus amigos
le es más dulce el engaño que los higos.