miércoles, 4 de octubre de 2017

Las Mil y una noches y Los Cuentos de Canterbury

Chicos, les mando los dos cuentos que faltan para completar toda la bibliografía; uno es anónimo y pertenece a Las mil y una noches y el otro, más corto, es de Chaucer y está extraído de su obra Los cuentos de Canterbury. Recuerden que la prueba es el próximo martes 10. 
Historia del Jorobado, con el Sastre, el Corredor Nazareno, el Intendente y el Médico Judío
Anónimo: Las mil y una noches

HISTORIA DEL JOROBADO, CON EL SASTRE, EL CORREDOR NAZARENO, EL INTENDENTE Y EL MEDICO JUDÍO; LO QUE DE ELLO RESULTE, Y SUS AVENTURAS SUCESIVAMENTE REFERIDAS
Entonces Schahrazada dijo al rey Schahriar:
“He llegado a saber, ¡oh rey afortunado! que en la antigüedad del tiempo y en lo pasado de las edades y de los siglos, hubo en una ciudad de la China un hombre que era sastre y estaba muy satisfecho de su condición. Amaba las distracciones apacibles y tranquilas y de cuando en cuando acostumbraba a salir con su mujer, para pasearse y recrear la vista con el espectáculo de las calles y los jardines. Pero cierto día que ambos habían pasado fuera de casa, al regresar a ella, al anochecer, encontraron en el camino a un jorobado de tan grotesca facha, que era antídoto de toda melancolía y haría, reír al hombre más triste, disipando toda pesar y toda aflicción. Inmediatamente se le acercaron el sastre y su mujer, divirtiéndose tanto con sus chanzas, que le convidaron a pasar la noche en su compañía. El jorobado hubo de responder a esta oferta como era debido, uniendose a ellos, y llegaron juntos a la casa. Entonces el sastre se apartó un momento para ir al zoco antes de que los comerciantes cerrasen sus tiendas, pues quería comprar provisiones con qué obsequiar al huésped. Compró pescado frito, pan fresco, limones, y un gran pedazo de halaua para postre. Después volvió, puso todas estas cosas delante del jorobado, y todos se sentaron a comer.
Mientras comían alegremente, la mujer del sastre tomó con los dedos un gran trozo de pescado y lo metió por broma todo entero en la boca del jorobado, tapándosela con la mano para que no escupiera el pedazo, y dijo: “¡Por Alah! Tienes que tragarte ese bocado de una vez sin remedio, o si no, no te suelto.”
Entonces, el jorobado, tras de muchos esfuerzos, acabó por tragarse el pedazo entero. Pero desgraciadamente para él, había decretado el Destino que en aquel bocado hubiese una enorme espina. Y esta espina se le atravesó en la garganta ocasionándole en el acto la muerte.
Al llegar a este punto de su relato, vio Scháhrazada, hija del visir, que se acercaba la mañana, y con su habitual discreción no quiso proseguir la historia, para no abusar del permiso concedido por el rey Schahriar.
Entonces, su hermana la joven Doniazada, le dijo: “¡Oh hermana mía! ¡Cuán gentiles, cuán dulces y cuán sabrosas son tus palabras!” Y Schahrazada respondió: “¿Pues qué dirás la noche próxima, cuando oigas la continuacion, si es que vivo aún, porque así lo disponga la voluntad de este rey lleno de buenas maneras y de cortesía?”
Y el rey Schahriar dijo para sí: “¡Por Alah! No la mataré hasta no oír lo que falta de esta historia, que es muy sorprendente.”
Después el rey Schahriar acogió a Schahrazada entré sus brazos hasta que llegó la mañana. Entonces el rey se levantó y se fue a la sala de justicia. Y en seguida entró el visir, y entraron asimismo los emires, los chambelanes y los guardias, y el diván se llenó de gente. Y el rey empezó a juzgar y a despachar asuntos, dando un cargo a éste, destituyendo a aquel, sentenciando en los pleitos pendientes, y ocupando su tiempo de este modo hasta acabar el día. Terminadó el diván, el rey volvió a sus aposentos y fue en busca de Schahrazada.
 Y CUANDO LLEGÓ LA 25a NOCHE
Doniazada dijo a Schabrazada: “¡Oh hermana mía! Te ruego que nos cuentes la continuación de esa historia del jorobado, con el sastre y su mujer.” Y Sehahrazada repuso: “¡De todo corazón y como debido homenaje! Pero no sé si lo consentirá el rey.” Entonces el rey se apresuró a decir: “Puedes contarla.” Y Schahrazada dijo:
He llegado a saber, ¡oh rey afortunado! que cuando el sastre vio morir de aquella manera al jorobado, exclamó: “¡Sólo Alah él Altísimo y Omnipotente posee la fuerza y el poder! ¡Qué desdicha que este pobre hombre haya venido a morir precisamente entre nuestras manos!” Pero la mujer replicó: “¿Y qué piensas hacer ahora? ¿No conoces estos versos del poeta?
 ¡Oh alma mía! ¿por qué te sumerges en lo absurdo hasta enfermar? ¿Por qué te preocupas con aquello que te acareará la pena y la zozobra?
¿No temes al fuego, puesto que vas a sentarte en él? ¿No sabes que quien se acerca al fuego se expone a abrasarse.
 Entonces su marido le dijo: “No sé, en verdad, qué hacer.” Y la mujer respondió: “Levántate, que entre los dos lo llevaremos, tapándole con una colcha de seda, y lo sacaremos ahora mismo de, aquí, yendo tú detrás y yo delante. Y por todo el camino irás diciendo en alta voz: “¡Es mi hijo, y ésta es su madre! Vamos buscando a un médico que lo cure. ¿En dónde hay un médico?”
Al oír el sastre estas palabras se levantó, cogió al jorobado en brazos, y salió de la casa en seguimiento de su esposa. Y la mujer empezó a clamar: “¡Oh mi pobre hijo! ¿Podremos verte sano y salvo? ¡Dime! ¿Sufres mucho? ¡Oh maldita viruela! ¿En qué parte del cuerpo te ha brotado la erupción?” Y al oírlos, decían los transeúntes: “Son un padre y una madre que llevan a un niño enfermo de viruelas.” Y se apresuraban a alejarse.
Y así siguieron andando el sastre y su mujer, preguntando por la casa de un médico, hasta que los llevaron a la de un médico judío. Llamaron entonces, y en seguida bajó una negra, abrió la puerta, y vio a aquel hombre que llevaba un niño en brazos, y a la madre que lo acompañaba. Y ésta le dijo: “Traemos un niño para que lo vea el médico. Toma este dinero, un cuarto de dinar, y dáselo adelantado a tu amo, rogándole que baje a ver al niño, porque está muy enfermo.”
Volvió a subir entonces la criada, y en seguida la mujer del sastre traspuso el umbral de la casa, hizo entrar a su marido, y le dijo: “Deja en seguida ahí el cadáver del jorobado. Y vámonos a escape.” Y el sastre soltó el cadáver del jorobado, dejándolo arrimado al muro, sobre un peldaño de la escalera, y se apresuró a marcharse, seguido por su mujer.
En cuanto a la negra, entró en casa de su amo el médico judío, y le dijo: “Ahí abajo queda un enfermo, acompañado de un hombre y una mujer, que me han dado para ti este cuarto de dinar para que recetes algo que le alivie. Y cuando el médico judío vio el cuarto de dinar, se alegró mucho y se apresuró a levantarse; pero con la prisa no se acordó de coger una luz para bajar. Y por esto tropezó con el jorobado, derribándole. Y muy asustado, al ver rodar a un hombre, le examinó en seguida,. y al comprobar que estaba muerto, se creyó causante de su muerte. Y gritó entonces: “¡Oh Señor! ¡Oh Alah justiciero! Por las diez palabras santas!” Y siguió invocando a Harún, a Yuschah, hijo de Nun, y a los demás. Y dijo: “He aquí que acabo de tropezar con este enfermo, y le he tirado rodando por la escalera. Pero ¿cómo salgo yo ahora de casa con un cadáver?” De todos modos, acabó por cogerlo y llevarlo desde el patio a su habitación, donde lo mostró a su mujer, contando todo lo ocurrido. Y ella exclamó aterrorizada: “¡No, aquí no lo podemos tener! ¡Sácalo de casa cuanto antes! Como continúe con nosotros hasta la salida del sol, estamos perdidos sin remedio. Vamos a llevarlo entre los dos a la azotea y desde allí lo echaremos a la casa de nuestro vecino el musulmán. Ya sabes que nuestro vecino es el intendente proveedor de la cocina del rey, y su casa está infestada de ratas, perros y gatos, que bajan por la azotea para comerse las provisiones de aceite, manteca y harina. Por tanto, esos bichos no dejarán de comerse este cadáver, y lo harán desaparecer.”
Entonces el médico judío y su mujer cogieron al jorobado y lo llevaron a la azotea, y desde allí lo hicieron descender pausadamente hasta la casa del mayordomo, dejandolo de pie contra la pared de la cocina. Después se, alejaron, descendiendo a su casa tranquilamente.
Pero haría pocos momentos que el jorobado se hallaba arrimado contra la pared, cuando el intendente, que estaba ausente, regresó a su casa, abrió la puerta, encendió una vela, y entró. Y encontró a un hijo de Adán de pie en un rincón: junto a la pared de la cocina. Y el intendente, sorprendidísimo, exclamó: “¿Qué es eso? ¡Por Alah! He aquí, que el ladrón que acostumbraba a robar mis provisiones no era un bicho, sino un ser humano. Este es el que me roba la carne y la manteca, a pesar de que las guardo cuidadosamente por temor a los gatos y a los perros. Bien inútil habría sido matar a todos los perros y gatos del barrio, como pensé hacer puesto que este individuo es el que bajaba por la azotea.” Y en seguida agarró el intendente una enorme estaca,, yéndose para el hombre, y le dio de garrotazos, y aunque le vio caer, le siguió apaleando. Pero como el, hombre no se movía, el intendente advirtió que estaba muerto, y entonces dijo desolado: “¡Sólo Alah el Altísimo y Omnipotente posee la fuerza y el poder!” Y después añadió: “¡Malditas sean la manteca y la carne, y maldita esta noche! Se necesita tener toda la mala suerte que yo tengo para haber matado así a este hombre. Y no sé qué hacer con él.” Después lo miró con mayor atención, comprobando que era jorobado. Y le dijo: “¿No te basta con ser jorobeta? ¿Querías también ser ladrón y robarme la carne y la manteca de mis provisiones? ¡Oh Dios protector, ampárame con el velo de tu poder!” Y como la noche se acababa, el intendente se echó a cuestas al jorobado, salió de su casa anduvo cargado con él, hasta que llegó a la entrada del zoco. Paróse entonces, colocó de pie al jorobado junto a una tienda, en la esquina de una bocacalle, y se fue.
Y al poco tiempo de estar allí el cadáver del jorobado, acertó a pasar un nazareno. Era el corredor de comerció del sultán. Y aquella noche estaba beodo. Y en tal estado iba al hammam a bañarse. Su borrachera le incitaba a las cosas más curiosas, y se decía: “¡Vamos, que eres casi como el Mesías!” Y marchaba haciendo eses y tambaleándose, y acabó por llegar adonde estaba el jorobado. Pero de pronto vio al jorobado delante de él, apoyado contra la pared. Y al encontrarse con aquel hombre, que seguía inmóvil, se le figuró que era un ladrón y que acaso fuese, quien le había robado el turbante, pues el corredor nazareno iba sin nada a la cabeza. Entonces se abalanzó contra aquel hombre, y le dio un golpe tan violento en la nuca que lo hizo caer al suelo. Y en seguida empezó a dar gritos llamando al guarda del zoco. Y con la excitación de su embriaguez, siguió golpeando al jorobado y quiso estrangularlo, apretóndole la garganta con ambas manos. En este momento llegó el guarda del zoco y vio al nazareno encima del musulmán, dándole golpes y a punto de ahogarlo. Y el guarda dijo:
¡Deja a ese hombre y levántate!”, Y el cristiano se levantó. Entonces el guarda del zoco se acercó al jorobado, que se hallaba tendido en el suelo, lo examinó, y vio que estaba muerto. Y gritó entonces: “¿Cuándo se ha visto que un nazareno tenga la audacia de golpear a un musulmán y matarlo? Y el guarda se apoderó del nazareno, le ató las manos a la espalda y le llevó a casa del walí. Y el nazareno, se lamentaba y decía: “¡Oh Mesías, oh Virgen! ¿Cómo habré podido matar a ese hombre? ¡Y qué pronta ha muerto, sólo de un puñetazo! Se me pasó la borrachera, y ahora viene la reflexión.”
Llegados a casa del walí, el nazareno y el cadáver del jorobado quedaron encerrados toda la noche, hasta que él walí se despertó por la mañana. Entonces el walí interrogó al nazareno, que no pudo negar los hechos referirlos por el guarda, del zoco. Y el walí no pudo hacer otra cosa que condenar a muerte a aquel, nazareno que había matado a un musulmán. Y ordenó que el portaalfanje pregonara por toda la ciudad la sentencia de muerte del corredor nazareno. Luego mandó que levantasen la horca y se llevasen a ella al sentenciado.
Entonces se acercó el portaalfanje y preparó, la cuerda, hizo el nudo corredizo, se lo pasó al nazareno por el cuello, y ya iba a tirar de él, cuando de pronto el proveedor del sultán hendió la muchedumbre y abriéndose camino hasta el nazareno, que estaba de pie junto a la horca, dijo al portaalfanje: “¡Detente! ¡Yo soy quien ha matado a ese hombre!” Entonces el walí le preguntó: “¿Y por qué le mataste?” Y el intendente dijo: “Vas a saberlo. Esta noche, al entrar en mi casa, advertí que se había metido en ella descolgándose por la terraza, para robarme las provisiones. Y le di un golpe en el pecho con un palo, y en seguida le vi caer muerto. Entonces le cogí a cuestas y le traje al zoco, dejándole de pie arrimado contra una tienda en tal sitio y en tal esquina. Y he aquí que ahora, con mi silencio iba a ser causa de que matasen a este nazareno, después de haber sido yo quien mató a un musulmán. ¡A mí, pues, hay que ahorcarme!”
Cuando el walí hubo oído las palabras del proveedor, dispuso que soltasen al nazareno, y dijo al portaalfanje: “Ahora mismo ahorcarás a este hombre, que acaba de confesar su delito.”
Entonces el portaalfanje cogió la cuerda que había pasado por el cuello del cristiano y rodeó con ella el cuello del proveedor, lo llevó juntó al patíbulo, y lo iba a levantar en el aire, cuando de pronta el médico judío atravesó la muchedumbre, y dijo a voces al portaalfanje: “¡Aguarda! ¡El única culpable soy yo!” Y después contó así la cosa: “Sabed todos que este hombre me vino a buscar para consultarme, a fin de que lo curara. Y cuando yo bajaba la escalera para verle, como era de noche, tropecé, con él y rodó hasta lo último de la escalera, convirtiéndose en un cuerpo sin alma. De modo que no deben matar al proveedor, sino a mí solamente. Entonces el walí dispuso la muerte del médico judío. Y el portaalfanje quitó la cuerda del cuello del proveedor y la echó al cuello del médico judío, cuando se vio llegar al sastre, que, atropellando a todo el mundo, dijo: “¡Detente! Yo soy quien lo maté. Y he aquí lo que ocurrió. Salí ayer de paseo y regresaba a mi casa al anochecer. En el camino encontré a este jorobado, que estaba borracho y muy divertido, pues llevaba en la mano una pandereta y se acompañaba con ella cantando de una manera chistosísma. Me detuve para contemplarle y divertirme, y tanto me regocijó, que lo convidé a comer en mi casa. Y compré pescado entre otras cosas„ y, cuando estábamos comiendo, tomó mi mujer un trozo de pescado, que colocó en otro de pan, y se lo metió todo en la boca a este hombre y el bocado le ahogó, muriendo en el acto. Entonces lo cogimos entre mi mujer y yo y lo llevamos a casa del médico judío. Bajó a abrimos un negra, y yo le dije lo que le dije. Después le di un cuarto de dinar para su amo. Y mientras ella subía, agarré en seguida al jorobado y lo puse de pie contra el muro de la escalera, y yo y mi mujer nos fuimos a escape. Entretanto, bajó el médico judío para ver al enfermo; pero tropezó con el jorobado, que cayó en tierra, y el judío creyó que lo había matado él.”
Y en este momento, el sastre se volvió hacia el médico judío y le dijo: ¿No fue así?” El médico repuso: “¡Esa es la verdad!” Entonces, el sastre, dirigiéndose al walí, exclamó: ¡Hay, pues, que soltar al judío y ahorcarme a mí!”
El walí, prodigiosamente asombrado, dijo entonces: “En verdad que esta historia merece escribirse en los anales y en los libros.” Después mandó al portaalfanje que soltase al judío y ahorcase al sastre, que se había declarado culpable. Entonces el portaalfanje llevó al sastre junto a la horca, le echó la soga al cuello, y dijo: “¡Esta vez va de veras! ¡Ya no habrá ningún otro cambio!” Y agarró la cuerda.
¡He aquí todo, por el momento! En cuanto al jorobado, no era otro que el bufón del sultán, que ni una hora podía separarse de él. Y el jorobado, después de emborracharse aquella noche, se escapó de palacio, permaneciendo ausente toda la noche. Y al otro día, cuando el sultán preguntó por él, le dijeron: ¡Oh señor, el walí te dirá que el jorobado ha muerto, y que su matador iba a ser ahorcado!, Por eso el walí había mandado ahorcar al matador, y el verdugo se preparaba a ejecutarle; pero entonces se presentó un segundo individuo, y luego un tercero, diciendo todos: “¡Yo soy el único que ha matado al jorobado!” “Y cada cual contó al walí la causa de la muerte.”
Y el sultán, sin querer escuchar más, llamó a un chambelán y le dijo: “Baja en seguida en busca, del walí y ordénale que, traiga a toda esa gente que está junto a la horca.”
Y el chambelán bajó, y llegó junto al patíbulo, precisamente cuando el verdugo iba a éjecutar al sastre.” Y el chambelán gritó: “¡Detente!” Y en seguida le contó al walí que ésta historia del jorobado había llegado a oídos del rey. Y se lo llevó, y se llevó también al sastre, al médico judío, al corredor nazareno y al proveedor, mandando transportar también el cuerpo del jorobado, y con todos ellos marchó en busca del sultán.
Cuando el walí se presentó entre las manos del rey; se inclinó, y besó la tierra, y refirió toda la historia del jorobado, con todos sus pormenores, desde el principio hasta el fin. Pero es inútil repetirla.
El sultán,, al oir tal historia, se maravilló mucho y llegó al límite más extremo de la hilaridad. Después mandó a los escribas de palacio que escribieran esta historia con aguja de oro. Y luego preguntó a todos los presentes: “¿Habéis oído alguna vez historia semejante a la del jorobado?” Entonces el corredor nazareno avanzó un paso, besó la tierra entre las manos del rey, y dijo: “¡Oh rey de los siglos y del tiempo! Se una historia mucho más asombrosa que nuestra aventura con el jorobado. La referiré, si me das tu venia, por que es mucho más sorprendente, más extraña y más deliciosa que la del jorobado.”
Y dijo el rey: “¡Ciertamente! Desembucha lo que hayas de decir para que lo oigamos.”
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El hombre que fue a matar a la muerte
Geoffrey Chaucer
Había en antaño en Flandes una pandilla de jóvenes entregados a toda clase de disipación tales como el juego, fiestas, frecuentación de tabernas, donde día y noche jugaban a los dados y bailaban al son del arpa, laúd y guitarra, comiendo y bebiendo más de lo debido. De este modo, con los excesos más abominables, dedicaron al diablo los más viles sacrificios en aquel templo del demonio: la taberna. Se os pondría la carne de gallina si escuchaseis los terribles juramentos y blasfemias con los que destrozaban el sagrado cuerpo de Nuestro Señor.

Mi historia es sobre tres trasnochadores. Mucho antes de que la campana tocase para las oraciones de las seis, ya hacía rato que estaban bebiendo dentro de la taberna. Mientras se hallaban allí sentados, oyeron una campanilla que sonaba precediendo a un cadáver que era conducido a la tumba. Uno de esos tres llamó al mozo y le dijo: -Corre y averigua de quién es el cadáver que llevan. Espabílate y mira de enterarte bien del nombre. -Señor -repuso el muchacho-, no hay necesidad de ello, pues me lo dijeron dos horas antes de que ustedes llegasen aquí. Se trata, por cierto, de un viejo amigo de ustedes. Fue muerto de repente la noche pasada, mientras se hallaba tendido sobre un banco, borracho como una cuba. Se le acercó un ladrón -al que llaman Muerte-, que anda por ahí matando a todos los que puede en la comarca, y le atravesó el corazón con una lanza, yéndose luego sin pronunciar palabra. Ha asignado a millares en la presente peste, y me parece, señores, que es preciso que toméis precauciones antes de enfrentaros con un adversario así. Debéis estar siempre preparados por si os sale al encuentro (mi madre así me lo advirtió). No os puedo decir nada más. -¡Por Santa María! -intervino el posadero-. Lo que dice el muchacho es cierto. Este año ha matado a todo hombre, mujer, niño, trabajador en la granja y criado en un gran pueblo que se halla a más o menos una milla de aquí, que es, por cierto, el lugar en el que, creo, vive. Lo más juicioso resulta estar preparados para que no os hiera. -¿Eh? -dijo el trasnochador-¡Por el Sagrado Corazón! ¿Tan peligroso resulta toparse con él? ¡Por los huesos del Señor, juro que le buscaré por calles y caminos! Escuchad, amigos: nosotros tres somos uno; cojámonos de la mano y jurémonos eterna hermandad recíprocamente, y entonces salgamos a matar a este falso traidor llamado Muerte. Por el esplendor divino, este asesino deberá morir antes de medianoche. Los tres juntos dieron su palabra de honor de vivir o morir por los demás, como si se hubiese tratado de hermanos de la misma sangre. Entonces se levantaron, borrachos de ira, y se pusieron en camino hacia el pueblo del que el posadero había hablado. Durante todo el trecho fueron desmembrando el santo cuerpo de Jesús con sus infames juramentos. Darían muerte a la Muerte si podían ponerle la mano encima. No habían andado aún media milla entera cuando un hombre pobre se topó con ellos en el mismo momento en que iba a subir las escalerillas de una cerca. El anciano les saludó humildemente: -¡Que Dios les guarde y les acompañe, señores! Pero el más altanero de los tres trasnochadores le replicó: -Maldito sea, rústico patán. ¿Por qué vas tapado hasta los ojos? Y cómo es que sigues viviendo con tu chochez? -Porque aunque anduviese desde aquí hasta la India no podría encontrar a nadie en ciudad o aldea que estuviese dispuesto a cambiar su juventud por mi edad -le dijo el anciano mientras le miraba intensamente-. Por lo que debo soportar mi ancianidad hasta que Dios disponga. Ni la Muerte, ¡ay, Dios mío!, quiere tomar mi vida. Por eso, como un prisionero incansable, ando golpeando con mi vara la tierra -la puerta de mi madre- de noche y de día, rogando: «Querida madre, ¡déjame entrar! Mira cómo mi carne, mi sangre y mi piel se marchitan. ¿Cuándo podrán descansar mis huesos? Madre, yo te cambiaría todos los vestidos que tengo en el armario de mi cuarto desde hace tiempo, por un sudario con el que envolverme.» Sin embargo, sigue sin querer concederme ese favor. Por eso es mi rostro tan pálido y escuálido. »Pero, señores, éstos no son modales para hablar tan rudamente a un anciano que no os ha ofendido para nada. Por consiguiente, os doy un consejo: no causéis daño a un anciano ahora, del mismo modo que no querríais que os dañaran cuando seáis ancianos si es que vivís para serlo. Y que Dios os acompañe en vuestro viaje dondequiera que vayáis. Debo proseguir mi camino. -No, por Dios. No vayáis tan deprisa, anciano -replicó el otro jugador-. Por San Juan, no te vas a librar tan fácilmente. Ahora mismo hablaste de este traidor llamado Muerte que mata a todos nuestros amigos de la comarca. Por mi vida que eres espía suyo. Dime dónde está o lo pagarás muy caro, por Dios y el Santísimo Sacramento. Tú y él estáis confabulados para matarnos a nosotros los jóvenes, y ésta es la verdad, tú, esto sí que es verdad, maldito embustero. -Bueno, señores -replicó-, si tantas ganas tenéis de encontrar a Muerte, subid por esta carretera serpenteante; os juro que le dejé sentado bajo un árbol en aquel bosquecillo esperando y os aseguro que vuestra baladronada no le hará esconder. ¿Veis aquel roble? Allí mismo lo encontraréis. ¡Que el Salvador os guíe y proteja! Así habló el anciano, a lo que cada uno de los trasnochadores apretó a correr hasta llegar al árbol, donde encontraron un montón de florines de oro recién acuñados: casi ocho fanegas les pareció que había. Al verlos dejaron de buscar a Muerte y se sentaron al lado de aquel precioso montón, excitados y alegres a la vista de aquellos hermosos y relucientes florines. El peor de los tres fue el primero en hablar: -Hermanos -dijo-. Mirad lo que os digo, pues aunque hago bromas y el tonto, soy más listo de lo que parezco. La Fortuna nos ha dado este tesoro para que podamos pasar el resto de nuestras vidas alegres y en plena francachela. Lo que llegó con facilidad se diluye rápidamente. ¡Loado sea Dios bendito! ¿Quién se podía imaginar que tendríamos tanta suerte? Ahora bien, si este oro pudiese ser transportado y llevado a mi casa -o a la vuestra, quiero decir-, estaríamos en el séptimo cielo. Pues resulta evidente que todo este oro es nuestro. Naturalmente, esto no lo podemos hacer de día. La gente diría que somos salteadores de caminos y nos ahorcarían por robar nuestro propio tesoro. No, debe ser transportado de noche y con todas las precauciones y prudencia que sea posible. Por tanto, sugiero que lo echemos a suertes y veremos en quién recae. El que saque la paja más larga deberá ir corriendo a la ciudad lo más rápidamente que pueda y nos traerá pan y vino sin despertar sospechas, mientras los otros dos mantienen una constante vigilancia sobre el tesoro. Si no se entretiene, esta misma noche transportaremos el tesoro al lugar que consideremos más apropiado. Se colocó las tres pajas en el puño y dijo a los demás que sacasen una para ver en quién recaía la suerte. La sacó el más joven de los tres, quien inmediatamente se encaminó hacia la ciudad. Tan pronto como se hubo ausentado, uno de los que quedaban dijo al otro: -Como sabes, tú eres mi hermano por juramento, y ahora te voy a decir algo que te beneficiará. Como has visto, nuestro amigo se ha marchado y aquí hay oro en abundancia para repartírnoslo entre los tres. Pero supón que pudiese arreglarlo de manera que nos lo repartiésemos entre nosotros dos. ¿No te beneficiaría esto? -No sé cómo puede hacerse -repuso el otro-. Él sabe que el oro está aquí con nosotros. ¿Qué es lo que podemos hacer? ¿Qué le diremos? -¿Debe ser un secreto? -dijo el primer bribón-. Entonces te diré en dos palabras lo que vamos a hacer para llevárnoslo. -Conforme -dijo el otro-. No tengas miedo; te doy mi palabra y no te defraudaré. -Bueno -replicó el primero-. Como sabes, somos dos, y dos son más fuertes que uno. Espera que se siente; entonces te levantas como si fueras a pelear con él en broma y yo miraré de atravesarle; y, mientras tú haces ver que forcejeas con él, procura hacer lo mismo con tu daga. Entonces, amigo mío, podremos repartimos todo este oro entre tú y yo y podremos jugar a los dados a placer y hacer lo que queramos. Así fue cómo estos dos canallas se pusieron de acuerdo para matar al tercero según he contado. Ahora bien, el más joven de ellos, el que le tocó ir a la ciudad, estuvo todo el rato dando vueltas y más vueltas al asunto, pensando en la belleza de aquellos relucientes florines de oro. «Oh, Dios -musitó él-, si pudiese tener todo el tesoro para mí solo, ¿qué hombre bajo la bóveda celeste podría vivir más feliz que yo?» Y al final, el diablo, nuestro común enemigo, puso en su mente la idea de comprar veneno con el que matar a sus dos compinches. Como veis, el diablo le encontró llevando tan mala vida, que tuvo licencia para acarrearle la perdición, pues el joven pretendía matar a ambos sin sentir el menor remordimiento; y, sin perder más tiempo, se dirigió a un boticario de la ciudad y le pidió que le vendiese veneno para matar ratas, pues, dijo, había una mofeta que rondaba su corral y le mataba las gallinas, por lo que estaba resuelto a ajustar las cuentas con el perillán que cada noche le hacía la pascua. El boticario le contestó: -Te daré algo. Te aseguro, como espero ganar la gloria del Cielo, que este veneno es tan fuerte que no existe criatura viviente en el mundo que no pierda la vida inmediatamente; así caerá muerto en menos tiempo que canta un gallo, tanto si come como si bebe de esta poción, aunque solamente sea la cantidad necesaria para empapar un grano de trigo. El malvado tomó la caja de veneno con la mano y se fue a la calle siguiente, donde encontró un hombre a quien le pidió en préstamo tres botellas grandes. Vertió el veneno en dos de ellas y guardó la tercera, limpia, para su uso personal, pues esperaba pasarse toda la noche trabajando, acarreando aquel oro. Y cuando aquel canalla -que el diablo le lleve- hubo llenado de vino las tres grandes botellas, regresó con sus amigos. ¿Es preciso explicarlo con detalle? Le acuchillaron allí mismo como habían planeado, y, cuando hubieron terminado, uno de ellos dijo: -Ahora sentémonos y bebamos y pongámonos contentos. Luego sepultaremos el cuerpo. Al decir esto cogió una de las botellas que contenían veneno y bebió, pasándola luego a su amigo, que también bebió, con lo que ambos perecieron allí mismo. Por cierto que no creo que el gran médico Avicena haya escrito en cualquier sección de su Libro del Canon en Medicina síntomas de envenenamiento más horribles que los que sintieron aquellos dos desgraciados antes de morir. Así fue cómo los dos asesinos, al igual que el envenenador, hallaron su fin. ¡Oh, iniquidad de iniquidades! ¡Traidores asesinos! ¡Oh, maldad! ¡Oh, codicia, lascivia y juego! ¡Tú, blasfemo contra Jesucristo con los más infames juramentos surgidos de la soberbia y de la costumbre! i Oh, humanidad! ¿Por qué eres tan falsa y agresiva hacia tu Creador, que te hizo y te redimió con la sangre de su precioso Corazón? Ahora, queridos hermanos, que Dios perdone vuestros pecados y os salve del pecado de la avaricia. 

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