Chicos, les mando los dos cuentos que faltan para completar toda la bibliografía; uno es anónimo y pertenece a Las mil y una noches y el otro, más corto, es de Chaucer y está extraído de su obra Los cuentos de Canterbury. Recuerden que la prueba es el próximo martes 10.
Historia del Jorobado, con el Sastre, el Corredor Nazareno, el
Intendente y el Médico Judío
Anónimo: Las mil y una noches
HISTORIA
DEL JOROBADO, CON EL SASTRE, EL CORREDOR NAZARENO, EL INTENDENTE Y EL MEDICO
JUDÍO; LO QUE DE ELLO RESULTE, Y SUS AVENTURAS SUCESIVAMENTE REFERIDAS
Entonces
Schahrazada dijo al rey Schahriar:
“He
llegado a saber, ¡oh rey afortunado! que en la antigüedad del tiempo y en lo
pasado de las edades y de los siglos, hubo en una ciudad de la China un hombre
que era sastre y estaba muy satisfecho de su condición. Amaba las distracciones
apacibles y tranquilas y de cuando en cuando acostumbraba a salir con su mujer,
para pasearse y recrear la vista con el espectáculo de las calles y los
jardines. Pero cierto día que ambos habían pasado fuera de casa, al regresar a
ella, al anochecer, encontraron en el camino a un jorobado de tan grotesca
facha, que era antídoto de toda melancolía y haría, reír al hombre más triste,
disipando toda pesar y toda aflicción. Inmediatamente se le acercaron el sastre
y su mujer, divirtiéndose tanto con sus chanzas, que le convidaron a pasar la
noche en su compañía. El jorobado hubo de responder a esta oferta como era
debido, uniendose a ellos, y llegaron juntos a la casa. Entonces el sastre se
apartó un momento para ir al zoco antes de que los comerciantes cerrasen sus
tiendas, pues quería comprar provisiones con qué obsequiar al huésped. Compró
pescado frito, pan fresco, limones, y un gran pedazo de halaua para postre.
Después volvió, puso todas estas cosas delante del jorobado, y todos se
sentaron a comer.
Mientras
comían alegremente, la mujer del sastre tomó con los dedos un gran trozo de
pescado y lo metió por broma todo entero en la boca del jorobado, tapándosela
con la mano para que no escupiera el pedazo, y dijo: “¡Por Alah! Tienes que
tragarte ese bocado de una vez sin remedio, o si no, no te suelto.”
Entonces,
el jorobado, tras de muchos esfuerzos, acabó por tragarse el pedazo entero.
Pero desgraciadamente para él, había decretado el Destino que en aquel bocado
hubiese una enorme espina. Y esta espina se le atravesó en la garganta
ocasionándole en el acto la muerte.
Al llegar
a este punto de su relato, vio Scháhrazada, hija del visir, que se acercaba la
mañana, y con su habitual discreción no quiso proseguir la historia, para no
abusar del permiso concedido por el rey Schahriar.
Entonces,
su hermana la joven Doniazada, le dijo: “¡Oh hermana mía! ¡Cuán gentiles, cuán
dulces y cuán sabrosas son tus palabras!” Y Schahrazada respondió: “¿Pues qué
dirás la noche próxima, cuando oigas la continuacion, si es que vivo aún,
porque así lo disponga la voluntad de este rey lleno de buenas maneras y de
cortesía?”
Y el rey
Schahriar dijo para sí: “¡Por Alah! No la mataré hasta no oír lo que falta de
esta historia, que es muy sorprendente.”
Después
el rey Schahriar acogió a Schahrazada entré sus brazos hasta que llegó la
mañana. Entonces el rey se levantó y se fue a la sala de justicia. Y en seguida
entró el visir, y entraron asimismo los emires, los chambelanes y los guardias,
y el diván se llenó de gente. Y el rey empezó a juzgar y a despachar asuntos,
dando un cargo a éste, destituyendo a aquel, sentenciando en los pleitos
pendientes, y ocupando su tiempo de este modo hasta acabar el día. Terminadó el
diván, el rey volvió a sus aposentos y fue en busca de Schahrazada.
Y
CUANDO LLEGÓ LA 25a NOCHE
Doniazada
dijo a Schabrazada: “¡Oh hermana mía! Te ruego que nos cuentes la continuación
de esa historia del jorobado, con el sastre y su mujer.” Y Sehahrazada repuso:
“¡De todo corazón y como debido homenaje! Pero no sé si lo consentirá el rey.”
Entonces el rey se apresuró a decir: “Puedes contarla.” Y Schahrazada dijo:
He llegado
a saber, ¡oh rey afortunado! que cuando el sastre vio morir de aquella manera
al jorobado, exclamó: “¡Sólo Alah él Altísimo y Omnipotente posee la fuerza y
el poder! ¡Qué desdicha que este pobre hombre haya venido a morir precisamente
entre nuestras manos!” Pero la mujer replicó: “¿Y qué piensas hacer ahora? ¿No
conoces estos versos del poeta?
¡Oh
alma mía! ¿por qué te sumerges en lo absurdo hasta enfermar? ¿Por qué te
preocupas con aquello que te acareará la pena y la zozobra?
¿No temes
al fuego, puesto que vas a sentarte en él? ¿No sabes que quien se acerca al
fuego se expone a abrasarse.
Entonces
su marido le dijo: “No sé, en verdad, qué hacer.” Y la mujer respondió:
“Levántate, que entre los dos lo llevaremos, tapándole con una colcha de seda,
y lo sacaremos ahora mismo de, aquí, yendo tú detrás y yo delante. Y por todo
el camino irás diciendo en alta voz: “¡Es mi hijo, y ésta es su madre! Vamos
buscando a un médico que lo cure. ¿En dónde hay un médico?”
Al oír el
sastre estas palabras se levantó, cogió al jorobado en brazos, y salió de la
casa en seguimiento de su esposa. Y la mujer empezó a clamar: “¡Oh mi pobre
hijo! ¿Podremos verte sano y salvo? ¡Dime! ¿Sufres mucho? ¡Oh maldita viruela!
¿En qué parte del cuerpo te ha brotado la erupción?” Y al oírlos, decían los
transeúntes: “Son un padre y una madre que llevan a un niño enfermo de
viruelas.” Y se apresuraban a alejarse.
Y así
siguieron andando el sastre y su mujer, preguntando por la casa de un médico,
hasta que los llevaron a la de un médico judío. Llamaron entonces, y en seguida
bajó una negra, abrió la puerta, y vio a aquel hombre que llevaba un niño en
brazos, y a la madre que lo acompañaba. Y ésta le dijo: “Traemos un niño para
que lo vea el médico. Toma este dinero, un cuarto de dinar, y dáselo adelantado
a tu amo, rogándole que baje a ver al niño, porque está muy enfermo.”
Volvió a
subir entonces la criada, y en seguida la mujer del sastre traspuso el umbral
de la casa, hizo entrar a su marido, y le dijo: “Deja en seguida ahí el cadáver
del jorobado. Y vámonos a escape.” Y el sastre soltó el cadáver del jorobado,
dejándolo arrimado al muro, sobre un peldaño de la escalera, y se apresuró a
marcharse, seguido por su mujer.
En cuanto
a la negra, entró en casa de su amo el médico judío, y le dijo: “Ahí abajo
queda un enfermo, acompañado de un hombre y una mujer, que me han dado para ti
este cuarto de dinar para que recetes algo que le alivie. Y cuando el médico
judío vio el cuarto de dinar, se alegró mucho y se apresuró a levantarse; pero
con la prisa no se acordó de coger una luz para bajar. Y por esto tropezó con
el jorobado, derribándole. Y muy asustado, al ver rodar a un hombre, le examinó
en seguida,. y al comprobar que estaba muerto, se creyó causante de su muerte.
Y gritó entonces: “¡Oh Señor! ¡Oh Alah justiciero! Por las diez palabras
santas!” Y siguió invocando a Harún, a Yuschah, hijo de Nun, y a los demás. Y
dijo: “He aquí que acabo de tropezar con este enfermo, y le he tirado rodando
por la escalera. Pero ¿cómo salgo yo ahora de casa con un cadáver?” De todos
modos, acabó por cogerlo y llevarlo desde el patio a su habitación, donde lo
mostró a su mujer, contando todo lo ocurrido. Y ella exclamó aterrorizada:
“¡No, aquí no lo podemos tener! ¡Sácalo de casa cuanto antes! Como continúe con
nosotros hasta la salida del sol, estamos perdidos sin remedio. Vamos a
llevarlo entre los dos a la azotea y desde allí lo echaremos a la casa de
nuestro vecino el musulmán. Ya sabes que nuestro vecino es el intendente
proveedor de la cocina del rey, y su casa está infestada de ratas, perros y
gatos, que bajan por la azotea para comerse las provisiones de aceite, manteca
y harina. Por tanto, esos bichos no dejarán de comerse este cadáver, y lo harán
desaparecer.”
Entonces
el médico judío y su mujer cogieron al jorobado y lo llevaron a la azotea, y
desde allí lo hicieron descender pausadamente hasta la casa del mayordomo,
dejandolo de pie contra la pared de la cocina. Después se, alejaron,
descendiendo a su casa tranquilamente.
Pero
haría pocos momentos que el jorobado se hallaba arrimado contra la pared,
cuando el intendente, que estaba ausente, regresó a su casa, abrió la puerta,
encendió una vela, y entró. Y encontró a un hijo de Adán de pie en un rincón:
junto a la pared de la cocina. Y el intendente, sorprendidísimo, exclamó: “¿Qué
es eso? ¡Por Alah! He aquí, que el ladrón que acostumbraba a robar mis
provisiones no era un bicho, sino un ser humano. Este es el que me roba la
carne y la manteca, a pesar de que las guardo cuidadosamente por temor a los
gatos y a los perros. Bien inútil habría sido matar a todos los perros y gatos
del barrio, como pensé hacer puesto que este individuo es el que bajaba por la
azotea.” Y en seguida agarró el intendente una enorme estaca,, yéndose para el
hombre, y le dio de garrotazos, y aunque le vio caer, le siguió apaleando. Pero
como el, hombre no se movía, el intendente advirtió que estaba muerto, y
entonces dijo desolado: “¡Sólo Alah el Altísimo y Omnipotente posee la fuerza y
el poder!” Y después añadió: “¡Malditas sean la manteca y la carne, y maldita
esta noche! Se necesita tener toda la mala suerte que yo tengo para haber
matado así a este hombre. Y no sé qué hacer con él.” Después lo miró con mayor
atención, comprobando que era jorobado. Y le dijo: “¿No te basta con ser
jorobeta? ¿Querías también ser ladrón y robarme la carne y la manteca de mis
provisiones? ¡Oh Dios protector, ampárame con el velo de tu poder!” Y como la
noche se acababa, el intendente se echó a cuestas al jorobado, salió de su casa
anduvo cargado con él, hasta que llegó a la entrada del zoco. Paróse entonces,
colocó de pie al jorobado junto a una tienda, en la esquina de una bocacalle, y
se fue.
Y al poco
tiempo de estar allí el cadáver del jorobado, acertó a pasar un nazareno. Era
el corredor de comerció del sultán. Y aquella noche estaba beodo. Y en tal
estado iba al hammam a bañarse. Su borrachera le incitaba a las cosas más
curiosas, y se decía: “¡Vamos, que eres casi como el Mesías!” Y marchaba
haciendo eses y tambaleándose, y acabó por llegar adonde estaba el jorobado.
Pero de pronto vio al jorobado delante de él, apoyado contra la pared. Y al
encontrarse con aquel hombre, que seguía inmóvil, se le figuró que era un
ladrón y que acaso fuese, quien le había robado el turbante, pues el corredor
nazareno iba sin nada a la cabeza. Entonces se abalanzó contra aquel hombre, y
le dio un golpe tan violento en la nuca que lo hizo caer al suelo. Y en seguida
empezó a dar gritos llamando al guarda del zoco. Y con la excitación de su
embriaguez, siguió golpeando al jorobado y quiso estrangularlo, apretóndole la
garganta con ambas manos. En este momento llegó el guarda del zoco y vio al
nazareno encima del musulmán, dándole golpes y a punto de ahogarlo. Y el guarda
dijo:
¡Deja a
ese hombre y levántate!”, Y el cristiano se levantó. Entonces el guarda del
zoco se acercó al jorobado, que se hallaba tendido en el suelo, lo examinó, y
vio que estaba muerto. Y gritó entonces: “¿Cuándo se ha visto que un nazareno
tenga la audacia de golpear a un musulmán y matarlo? Y el guarda se apoderó del
nazareno, le ató las manos a la espalda y le llevó a casa del walí. Y el
nazareno, se lamentaba y decía: “¡Oh Mesías, oh Virgen! ¿Cómo habré podido
matar a ese hombre? ¡Y qué pronta ha muerto, sólo de un puñetazo! Se me pasó la
borrachera, y ahora viene la reflexión.”
Llegados
a casa del walí, el nazareno y el cadáver del jorobado quedaron encerrados toda
la noche, hasta que él walí se despertó por la mañana. Entonces el walí
interrogó al nazareno, que no pudo negar los hechos referirlos por el guarda,
del zoco. Y el walí no pudo hacer otra cosa que condenar a muerte a aquel,
nazareno que había matado a un musulmán. Y ordenó que el portaalfanje pregonara
por toda la ciudad la sentencia de muerte del corredor nazareno. Luego mandó
que levantasen la horca y se llevasen a ella al sentenciado.
Entonces
se acercó el portaalfanje y preparó, la cuerda, hizo el nudo corredizo, se lo
pasó al nazareno por el cuello, y ya iba a tirar de él, cuando de pronto el
proveedor del sultán hendió la muchedumbre y abriéndose camino hasta el
nazareno, que estaba de pie junto a la horca, dijo al portaalfanje: “¡Detente!
¡Yo soy quien ha matado a ese hombre!” Entonces el walí le preguntó: “¿Y por
qué le mataste?” Y el intendente dijo: “Vas a saberlo. Esta noche, al entrar en
mi casa, advertí que se había metido en ella descolgándose por la terraza, para
robarme las provisiones. Y le di un golpe en el pecho con un palo, y en seguida
le vi caer muerto. Entonces le cogí a cuestas y le traje al zoco, dejándole de
pie arrimado contra una tienda en tal sitio y en tal esquina. Y he aquí que
ahora, con mi silencio iba a ser causa de que matasen a este nazareno, después
de haber sido yo quien mató a un musulmán. ¡A mí, pues, hay que ahorcarme!”
Cuando el
walí hubo oído las palabras del proveedor, dispuso que soltasen al nazareno, y
dijo al portaalfanje: “Ahora mismo ahorcarás a este hombre, que acaba de
confesar su delito.”
Entonces
el portaalfanje cogió la cuerda que había pasado por el cuello del cristiano y
rodeó con ella el cuello del proveedor, lo llevó juntó al patíbulo, y lo iba a
levantar en el aire, cuando de pronta el médico judío atravesó la muchedumbre,
y dijo a voces al portaalfanje: “¡Aguarda! ¡El única culpable soy yo!” Y
después contó así la cosa: “Sabed todos que este hombre me vino a buscar para
consultarme, a fin de que lo curara. Y cuando yo bajaba la escalera para verle,
como era de noche, tropecé, con él y rodó hasta lo último de la escalera,
convirtiéndose en un cuerpo sin alma. De modo que no deben matar al proveedor,
sino a mí solamente. Entonces el walí dispuso la muerte del médico judío. Y el
portaalfanje quitó la cuerda del cuello del proveedor y la echó al cuello del
médico judío, cuando se vio llegar al sastre, que, atropellando a todo el
mundo, dijo: “¡Detente! Yo soy quien lo maté. Y he aquí lo que ocurrió. Salí
ayer de paseo y regresaba a mi casa al anochecer. En el camino encontré a este
jorobado, que estaba borracho y muy divertido, pues llevaba en la mano una
pandereta y se acompañaba con ella cantando de una manera chistosísma. Me
detuve para contemplarle y divertirme, y tanto me regocijó, que lo convidé a
comer en mi casa. Y compré pescado entre otras cosas„ y, cuando estábamos
comiendo, tomó mi mujer un trozo de pescado, que colocó en otro de pan, y se lo
metió todo en la boca a este hombre y el bocado le ahogó, muriendo en el acto.
Entonces lo cogimos entre mi mujer y yo y lo llevamos a casa del médico judío.
Bajó a abrimos un negra, y yo le dije lo que le dije. Después le di un cuarto
de dinar para su amo. Y mientras ella subía, agarré en seguida al jorobado y lo
puse de pie contra el muro de la escalera, y yo y mi mujer nos fuimos a escape.
Entretanto, bajó el médico judío para ver al enfermo; pero tropezó con el
jorobado, que cayó en tierra, y el judío creyó que lo había matado él.”
Y en este
momento, el sastre se volvió hacia el médico judío y le dijo: ¿No fue así?” El
médico repuso: “¡Esa es la verdad!” Entonces, el sastre, dirigiéndose al walí,
exclamó: ¡Hay, pues, que soltar al judío y ahorcarme a mí!”
El walí,
prodigiosamente asombrado, dijo entonces: “En verdad que esta historia merece
escribirse en los anales y en los libros.” Después mandó al portaalfanje que
soltase al judío y ahorcase al sastre, que se había declarado culpable. Entonces
el portaalfanje llevó al sastre junto a la horca, le echó la soga al cuello, y
dijo: “¡Esta vez va de veras! ¡Ya no habrá ningún otro cambio!” Y agarró la
cuerda.
¡He aquí
todo, por el momento! En cuanto al jorobado, no era otro que el bufón del sultán,
que ni una hora podía separarse de él. Y el jorobado, después de emborracharse
aquella noche, se escapó de palacio, permaneciendo ausente toda la noche. Y al
otro día, cuando el sultán preguntó por él, le dijeron: ¡Oh señor, el walí te
dirá que el jorobado ha muerto, y que su matador iba a ser ahorcado!, Por eso
el walí había mandado ahorcar al matador, y el verdugo se preparaba a
ejecutarle; pero entonces se presentó un segundo individuo, y luego un tercero,
diciendo todos: “¡Yo soy el único que ha matado al jorobado!” “Y cada cual
contó al walí la causa de la muerte.”
Y el
sultán, sin querer escuchar más, llamó a un chambelán y le dijo: “Baja en
seguida en busca, del walí y ordénale que, traiga a toda esa gente que está
junto a la horca.”
Y el
chambelán bajó, y llegó junto al patíbulo, precisamente cuando el verdugo iba a
éjecutar al sastre.” Y el chambelán gritó: “¡Detente!” Y en seguida le contó al
walí que ésta historia del jorobado había llegado a oídos del rey. Y se lo
llevó, y se llevó también al sastre, al médico judío, al corredor nazareno y al
proveedor, mandando transportar también el cuerpo del jorobado, y con todos
ellos marchó en busca del sultán.
Cuando el
walí se presentó entre las manos del rey; se inclinó, y besó la tierra, y
refirió toda la historia del jorobado, con todos sus pormenores, desde el
principio hasta el fin. Pero es inútil repetirla.
El
sultán,, al oir tal historia, se maravilló mucho y llegó al límite más extremo
de la hilaridad. Después mandó a los escribas de palacio que escribieran esta
historia con aguja de oro. Y luego preguntó a todos los presentes: “¿Habéis
oído alguna vez historia semejante a la del jorobado?” Entonces el corredor
nazareno avanzó un paso, besó la tierra entre las manos del rey, y dijo: “¡Oh
rey de los siglos y del tiempo! Se una historia mucho más asombrosa que nuestra
aventura con el jorobado. La referiré, si me das tu venia, por que es mucho más
sorprendente, más extraña y más deliciosa que la del jorobado.”
Y dijo el
rey: “¡Ciertamente! Desembucha lo que hayas de decir para que lo oigamos.”
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El hombre que fue a matar a la muerte
El hombre que fue a matar a la muerte
Geoffrey
Chaucer
Había
en antaño en Flandes una pandilla de jóvenes entregados a toda clase de
disipación tales como el juego, fiestas, frecuentación de tabernas, donde día y noche jugaban a los dados y bailaban al son del arpa,
laúd y guitarra, comiendo y bebiendo más de lo debido. De este modo, con los
excesos más abominables, dedicaron al diablo los más viles sacrificios en aquel
templo del demonio: la taberna. Se os pondría la carne de gallina si
escuchaseis los terribles juramentos y blasfemias con los que destrozaban el sagrado
cuerpo de Nuestro Señor.
Mi
historia es sobre tres trasnochadores. Mucho antes de que la campana tocase
para las oraciones de las seis, ya hacía rato que estaban bebiendo dentro de la
taberna. Mientras se hallaban allí sentados, oyeron una campanilla que sonaba
precediendo a un cadáver que era conducido a la tumba. Uno de esos tres llamó
al mozo y le dijo: -Corre y averigua de quién es el cadáver que llevan.
Espabílate y mira de enterarte bien del nombre. -Señor -repuso el muchacho-, no
hay necesidad de ello, pues me lo dijeron dos horas antes de que ustedes
llegasen aquí. Se trata, por cierto, de un viejo amigo de ustedes. Fue muerto
de repente la noche pasada, mientras se hallaba tendido sobre un banco,
borracho como una cuba. Se le acercó un ladrón -al que llaman Muerte-, que anda
por ahí matando a todos los que puede en la comarca, y le atravesó el corazón
con una lanza, yéndose luego sin pronunciar palabra. Ha asignado a millares en
la presente peste, y me parece, señores, que es preciso que toméis precauciones
antes de enfrentaros con un adversario así. Debéis estar siempre preparados por
si os sale al encuentro (mi madre así me lo advirtió). No os puedo decir nada
más. -¡Por Santa María! -intervino el posadero-. Lo que dice el muchacho es
cierto. Este año ha matado a todo hombre, mujer, niño, trabajador en la granja
y criado en un gran pueblo que se halla a más o menos una milla de aquí, que
es, por cierto, el lugar en el que, creo, vive. Lo más juicioso resulta estar
preparados para que no os hiera. -¿Eh? -dijo el trasnochador-¡Por el Sagrado
Corazón! ¿Tan peligroso resulta toparse con él? ¡Por los huesos del Señor, juro
que le buscaré por calles y caminos! Escuchad, amigos: nosotros tres somos uno;
cojámonos de la mano y jurémonos eterna hermandad recíprocamente, y entonces
salgamos a matar a este falso traidor llamado Muerte. Por el esplendor divino,
este asesino deberá morir antes de medianoche. Los tres juntos dieron su
palabra de honor de vivir o morir por los demás, como si se hubiese tratado de
hermanos de la misma sangre. Entonces se levantaron, borrachos de ira, y se
pusieron en camino hacia el pueblo del que el posadero había hablado. Durante
todo el trecho fueron desmembrando el santo cuerpo de Jesús con sus infames
juramentos. Darían muerte a la Muerte si podían ponerle la mano encima. No
habían andado aún media milla entera cuando un hombre pobre se topó con ellos
en el mismo momento en que iba a subir las escalerillas de una cerca. El
anciano les saludó humildemente: -¡Que Dios les guarde y les acompañe, señores!
Pero el más altanero de los tres trasnochadores le replicó: -Maldito sea,
rústico patán. ¿Por qué vas tapado hasta los ojos? Y cómo es que sigues
viviendo con tu chochez? -Porque aunque anduviese desde aquí hasta la India no
podría encontrar a nadie en ciudad o aldea que estuviese dispuesto a cambiar su
juventud por mi edad -le dijo el anciano mientras le miraba intensamente-. Por
lo que debo soportar mi ancianidad hasta que Dios disponga. Ni la Muerte, ¡ay,
Dios mío!, quiere tomar mi vida. Por eso, como un prisionero incansable, ando
golpeando con mi vara la tierra -la puerta de mi madre- de noche y de día,
rogando: «Querida madre, ¡déjame entrar! Mira cómo mi carne, mi sangre y mi
piel se marchitan. ¿Cuándo podrán descansar mis huesos? Madre, yo te cambiaría
todos los vestidos que tengo en el armario de mi cuarto desde hace tiempo, por
un sudario con el que envolverme.» Sin embargo, sigue sin querer concederme ese
favor. Por eso es mi rostro tan pálido y escuálido. »Pero, señores, éstos no
son modales para hablar tan rudamente a un anciano que no os ha ofendido para
nada. Por consiguiente, os doy un consejo: no causéis daño a un anciano ahora,
del mismo modo que no querríais que os dañaran cuando seáis ancianos si es que
vivís para serlo. Y que Dios os acompañe en vuestro viaje dondequiera que
vayáis. Debo proseguir mi camino. -No, por Dios. No vayáis tan deprisa, anciano
-replicó el otro jugador-. Por San Juan, no te vas a librar tan fácilmente. Ahora
mismo hablaste de este traidor llamado Muerte que mata a todos nuestros amigos
de la comarca. Por mi vida que eres espía suyo. Dime dónde está o lo pagarás
muy caro, por Dios y el Santísimo Sacramento. Tú y él estáis confabulados para
matarnos a nosotros los jóvenes, y ésta es la verdad, tú, esto sí que es
verdad, maldito embustero. -Bueno, señores -replicó-, si tantas ganas tenéis de
encontrar a Muerte, subid por esta carretera serpenteante; os juro que le dejé
sentado bajo un árbol en aquel bosquecillo esperando y os aseguro que vuestra
baladronada no le hará esconder. ¿Veis aquel roble? Allí mismo lo encontraréis.
¡Que el Salvador os guíe y proteja! Así habló el anciano, a lo que cada uno de
los trasnochadores apretó a correr hasta llegar al árbol, donde encontraron un
montón de florines de oro recién acuñados: casi ocho fanegas les pareció que
había. Al verlos dejaron de buscar a Muerte y se sentaron al lado de aquel
precioso montón, excitados y alegres a la vista de aquellos hermosos y
relucientes florines. El peor de los tres fue el primero en hablar: -Hermanos
-dijo-. Mirad lo que os digo, pues aunque hago bromas y el tonto, soy más listo
de lo que parezco. La Fortuna nos ha dado este tesoro para que podamos pasar el
resto de nuestras vidas alegres y en plena francachela. Lo que llegó con
facilidad se diluye rápidamente. ¡Loado sea Dios bendito! ¿Quién se podía
imaginar que tendríamos tanta suerte? Ahora bien, si este oro pudiese ser
transportado y llevado a mi casa -o a la vuestra, quiero decir-, estaríamos en
el séptimo cielo. Pues resulta evidente que todo este oro es nuestro.
Naturalmente, esto no lo podemos hacer de día. La gente diría que somos
salteadores de caminos y nos ahorcarían por robar nuestro propio tesoro. No,
debe ser transportado de noche y con todas las precauciones y prudencia que sea
posible. Por tanto, sugiero que lo echemos a suertes y veremos en quién recae.
El que saque la paja más larga deberá ir corriendo a la ciudad lo más
rápidamente que pueda y nos traerá pan y vino sin despertar sospechas, mientras
los otros dos mantienen una constante vigilancia sobre el tesoro. Si no se
entretiene, esta misma noche transportaremos el tesoro al lugar que
consideremos más apropiado. Se colocó las tres pajas en el puño y dijo a los
demás que sacasen una para ver en quién recaía la suerte. La sacó el más joven
de los tres, quien inmediatamente se encaminó hacia la ciudad. Tan pronto como
se hubo ausentado, uno de los que quedaban dijo al otro: -Como sabes, tú eres
mi hermano por juramento, y ahora te voy a decir algo que te beneficiará. Como
has visto, nuestro amigo se ha marchado y aquí hay oro en abundancia para
repartírnoslo entre los tres. Pero supón que pudiese arreglarlo de manera que
nos lo repartiésemos entre nosotros dos. ¿No te beneficiaría esto? -No sé cómo
puede hacerse -repuso el otro-. Él sabe que el oro está aquí con nosotros. ¿Qué
es lo que podemos hacer? ¿Qué le diremos? -¿Debe ser un secreto? -dijo el
primer bribón-. Entonces te diré en dos palabras lo que vamos a hacer para llevárnoslo.
-Conforme -dijo el otro-. No tengas miedo; te doy mi palabra y no te
defraudaré. -Bueno -replicó el primero-. Como sabes, somos dos, y dos son más
fuertes que uno. Espera que se siente; entonces te levantas como si fueras a
pelear con él en broma y yo miraré de atravesarle; y, mientras tú haces ver que
forcejeas con él, procura hacer lo mismo con tu daga. Entonces, amigo mío,
podremos repartimos todo este oro entre tú y yo y podremos jugar a los dados a
placer y hacer lo que queramos. Así fue cómo estos dos canallas se pusieron de
acuerdo para matar al tercero según he contado. Ahora bien, el más joven de
ellos, el que le tocó ir a la ciudad, estuvo todo el rato dando vueltas y más
vueltas al asunto, pensando en la belleza de aquellos relucientes florines de
oro. «Oh, Dios -musitó él-, si pudiese tener todo el tesoro para mí solo, ¿qué
hombre bajo la bóveda celeste podría vivir más feliz que yo?» Y al final, el
diablo, nuestro común enemigo, puso en su mente la idea de comprar veneno con
el que matar a sus dos compinches. Como veis, el diablo le encontró llevando
tan mala vida, que tuvo licencia para acarrearle la perdición, pues el joven
pretendía matar a ambos sin sentir el menor remordimiento; y, sin perder más
tiempo, se dirigió a un boticario de la ciudad y le pidió que le vendiese
veneno para matar ratas, pues, dijo, había una mofeta que rondaba su corral y
le mataba las gallinas, por lo que estaba resuelto a ajustar las cuentas con el
perillán que cada noche le hacía la pascua. El boticario le contestó: -Te daré
algo. Te aseguro, como espero ganar la gloria del Cielo, que este veneno es tan
fuerte que no existe criatura viviente en el mundo que no pierda la vida
inmediatamente; así caerá muerto en menos tiempo que canta un gallo, tanto si
come como si bebe de esta poción, aunque solamente sea la cantidad necesaria
para empapar un grano de trigo. El malvado tomó la caja de veneno con la mano y
se fue a la calle siguiente, donde encontró un hombre a quien le pidió en
préstamo tres botellas grandes. Vertió el veneno en dos de ellas y guardó la
tercera, limpia, para su uso personal, pues esperaba pasarse toda la noche
trabajando, acarreando aquel oro. Y cuando aquel canalla -que el diablo le
lleve- hubo llenado de vino las tres grandes botellas, regresó con sus amigos.
¿Es preciso explicarlo con detalle? Le acuchillaron allí mismo como habían
planeado, y, cuando hubieron terminado, uno de ellos dijo: -Ahora sentémonos y
bebamos y pongámonos contentos. Luego sepultaremos el cuerpo. Al decir esto cogió
una de las botellas que contenían veneno y bebió, pasándola luego a su amigo,
que también bebió, con lo que ambos perecieron allí mismo. Por cierto que no
creo que el gran médico Avicena haya escrito en cualquier sección de su Libro
del Canon en Medicina síntomas de envenenamiento más horribles que los que
sintieron aquellos dos desgraciados antes de morir. Así fue cómo los dos
asesinos, al igual que el envenenador, hallaron su fin. ¡Oh, iniquidad de
iniquidades! ¡Traidores asesinos! ¡Oh, maldad! ¡Oh, codicia, lascivia y juego!
¡Tú, blasfemo contra Jesucristo con los más infames juramentos surgidos de la
soberbia y de la costumbre! i Oh, humanidad! ¿Por qué eres tan falsa y agresiva
hacia tu Creador, que te hizo y te redimió con la sangre de su precioso Corazón?
Ahora, queridos hermanos, que Dios perdone vuestros pecados y os salve del
pecado de la avaricia.
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