Buen día, les dejo la información para mañana.
Un abrazo,
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A (8.30-9.30) |
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B (9.30-14.30) |
Mizrahi |
Mena
Grande |
Blog de las asignaturas: Lengua y Literatura (1º y 2º año) y Taller de Periodismo (2º año)
Buen día, les dejo la información para mañana.
Un abrazo,
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GRUPO 2 - 20.11.2020
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López
G.A
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Lusquiños |
Buen día 1°año: cómo me dijeron que no habían podido abrir el link, les dejo a continuación el relato entero de La casa del juez, uno de los más clásicos cuentos del género de terror. El autor, les dije el otro día, es el creador de Dracula. Les pido que lo lean con atención y marquen los elementos que ustedes consideren que pertenezcan al terror.
Un gran abrazo para el grupo entero 😃
Bram
Stoker: La casa del juez 😲
Próxima
la época de exámenes, Malcolm Malcolmson decidió ir a algún lugar solitario
donde poder estudiar sin ser interrumpido. Temía las playas por su atractivo, y
también desconfiaba del aislamiento rural, pues conocía desde hacía mucho
tiempo sus encantos. Lo que buscaba era un pequeño pueblo sin pretensiones
donde nada le distrajera del estudio. Refrenó sus deseos de pedir consejo a
algún amigo, pues pensó que cada uno le recomendaría un sitio ya conocido
donde, indudablemente, tendría amigos. Malcolmson deseaba evitar las amistades,
y todavía tenía menos deseos de establecer contacto con los amigos de los
amigos. Así que decidió buscar por sí mismo el lugar. Hizo su equipaje, tan
sólo una maleta con un poco de ropa y todos los libros que necesitaba, y compró
un billete para el primer nombre desconocido que vio en los itinerarios de los
trenes de cercanías.
Cuando
al cabo de tres horas de viaje se bajó en Benchurch, se sintió satisfecho de lo
bien que había conseguido borrar sus pistas para poder disponer del tiempo y la
tranquilidad necesarios para proseguir sus estudios. Acudió de inmediato a la
única fonda del pequeño y soñoliento lugar, y tomó una habitación para la
noche. Benchurch era un pueblo donde se celebraban regularmente mercados, y una
semana de cada mes era invadido por una enorme muchedumbre; pero durante los
restantes veintiún días no tenía más atractivos que los que pudiera tener un
desierto.
Al
día siguiente de su llegada, Malcolmson buscó una residencia aún más aislada y
apacible que una fonda tan tranquila como «El Buen Viajero». Sólo encontró un
lugar que satisfacía realmente sus más exageradas ideas acerca de la
tranquilidad. Realmente, tranquilidad no era la palabra más apropiada para
aquel sitio; desolación era el único término que podía transmitir una cierta
idea de su aislamiento. Era una casa vieja, anticuada, de construcción pesada y
estilo jacobino, con macizos gabletes y ventanas, más pequeñas de lo
acostumbrado y situadas más alto de lo habitual en esas casas; estaba rodeada
por un alto muro de ladrillos sólidamente construido. En realidad, daba más la
impresión de un edificio fortificado que de una simple vivienda. Pero todo esto
era lo que le gustaba a Malcolmson. «He aquí —pensó— el lugar que estaba
buscando, y sólo si lo consigo me sentiré feliz.» Su alegría aumentó cuando se
dio cuenta que estaba sin alquilar en aquel momento.
En
la oficina de correos averiguó el nombre del agente, que se sorprendió mucho al
saber que alguien deseaba ocupar parte de la vieja casona. El señor Carnford,
abogado local y agente inmobiliario, era un amable caballero de edad avanzada
que confesó con franqueza el placer que le producía el que alguien desease
alquilar la casa.
—A
decir verdad —señaló—, me alegraría mucho, por los dueños, naturalmente, que
alguien ocupase la casa durante años, aunque fuera de forma gratuita, si con
ello el pueblo pudiera acostumbrarse a verla habitada. Ha estado vacía durante
tanto tiempo que se ha levantado una especie de prejuicio absurdo a su
alrededor, y la mejor manera de acabar con él es ocuparla…, aunque sólo sea
—añadió, alzando una astuta mirada hacia Malcolmson— por un estudiante como
usted, que desea quietud durante algún tiempo.
Malcolmson
juzgó inútil pedir detalles al hombre acerca del «absurdo prejuicio»; sabía que
sobre aquel tema podría conseguir más información en cualquier otro lugar. Pagó
pues por adelantado el alquiler de tres meses, se guardó el recibo y el nombre
de una señora que posiblemente se comprometería a ocuparse de él, y se marchó
con las llaves en el bolsillo. De ahí fue directamente a hablar con la dueña de
la fonda, una mujer alegre y bondadosa a la que pidió consejo acerca de qué
clase y cantidad de víveres y provisiones necesitaría. Ella alzó las manos con
estupefacción cuando él le dijo dónde pensaba alojarse.
—¡En
la Casa del Juez no! —exclamó, palideciendo.
Él
respondió que ignoraba el nombre de la casa, pero le explicó dónde estaba
situada. Cuando hubo terminado, la mujer contestó:
—¡Sí,
no cabe duda…, no cabe duda que es el mismo sitio! Es la Casa del Juez.
Entonces
él le pidió que le hablase de la casa, por qué se llamaba así y qué tenía ella
en contra. La mujer le contó que en el pueblo la llamaban así porque hacía
muchos años (no podía decir exactamente cuántos, puesto que ella era de otra
parte de la región, pero debían ser al menos unos cien o quizá más) había sido
el domicilio de cierto juez que en su tiempo inspiró gran espanto a causa del
rigor de sus sentencias y de la hostilidad con la que siempre se enfrentó a los
acusados en su tribunal. Acerca de lo que había en contra de la casa no podía
decir nada. Ella misma lo había preguntado a menudo, pero nadie la supo
informar. De todos modos, el sentimiento general era que allí había algo, y
ella por su parte no aceptaría ni todo el dinero del Banco de Drinkswater si a
cambio se le pedía que permaneciera una sola hora a solas en la casa. Luego se
excusó ante Malcolmson ante la posibilidad que sus palabras pudieran
preocuparle.
—Es
que esas cosas, señor, no me gustan nada, y además el que usted, un caballero
tan joven, se vaya, y perdone que se lo diga, a vivir allí tan solo… Si fuera
hijo mío, y perdone que se lo diga, no pasaría usted allí ni una [sola] noche,
aunque tuviera que ir yo misma en persona y hacer sonar la gran campana de
alarma que hay en el tejado.
La
pobre mujer hablaba de buena fe, y con tan buenas intenciones, que Malcolmson,
además de regocijado, se sintió conmovido. Le expresó cuánto apreciaba el
interés que se tomaba por él y luego, amablemente, añadió:
—Pero
mi querida señora Witham, le aseguro que no es necesario que se preocupe por
mí. Un hombre que, como yo, estudia matemáticas superiores, tiene demasiadas
cosas en la cabeza para que pueda molestarle ninguno de esos misteriosos
«algos»; por otra parte, mi trabajo es demasiado exacto y prosaico como para
permitir que algún rincón de mi mente preste atención a misterios de cualquier
tipo. ¡La progresión armónica, las permutaciones, las combinaciones y las
funciones elípticas son ya misterios suficientes para mí!
La
señora Witham se encargó amablemente de suministrarle provisiones, y él fue en
busca de la vieja que le habían recomendado para «ocuparse de él». Cuando, al
cabo de unas dos horas, regresó con ella a la Casa del Juez, se encontró con la
señora Witham, que le esperaba en persona, junto con varios hombres y
chiquillos portadores de diversos paquetes, e incluso de una cama que habían
transportado en una carreta, puesto que, como dijo ella, aunque era posible que
las sillas y las mesas estuvieran todas muy bien conservadas y fueran
utilizables, no era bueno ni propio de huesos jóvenes descansar en una cama que
no había sido oreada desde hacía por lo menos cincuenta años.
La
buena mujer sentía a todas luces curiosidad por ver el interior de la casa, y
recorrió todo el lugar, pese a manifestarse tan temerosa de los «algos» que al
menor ruido se aferraba a Malcolmson, del cual no se separó ni un solo
instante.
Tras
examinar la casa, Malcolmson decidió ocupar el gran comedor, que era lo
suficientemente espacioso como para satisfacer todas sus necesidades; y la
señora Witham, con ayuda de la señora Dempster, la asistenta, procedió a
ordenar las cosas. Una vez desempaquetados los bultos, Malcolmson vio que, con
mucha y bondadosa previsión, la mujer le había enviado de su propia cocina
provisiones suficientes para varios días. Antes de marcharse, la mujer expresó
toda clase de buenos deseos y, ya en la misma puerta, se volvió para decir:
—Quizá,
señor, puesto que la habitación es grande y con muchas corrientes de aire,
puede que no le venga mal instalar uno de esos biombos grandes alrededor de la
cama por la noche… Pero, la verdad sea dicha, yo me moriría de miedo si tuviera
que quedarme aquí encerrada con toda esa clase de…, ¡de «cosas» que asomarán
sus cabezas por los lados o por encima del biombo y se pondrán a mirarme!
La
imagen que acababa de evocar fue excesiva para sus nervios y huyó
precipitadamente.
La
señora Dempster, con aires de superioridad, lanzó un despectivo resoplido
cuando se hubo ido la otra mujer y afirmó categóricamente que ella por su parte
no se sentía en absoluto inclinada a atemorizarse ni ante todos los duendes del
mundo.
—Le
diré a usted lo que pasa, señor —dijo—. Los duendes son toda clase de cosas…,
¡menos duendes! Ratas, ratones y escarabajos; y puertas que crujen, y tejas
caídas, y tiradores de cajones que aguantan firmes cuando usted tira de ellos y
luego se caen solos en medio de la noche. ¡Observe el zócalo de la habitación!
¡Es viejo…, tiene cientos de años! ¿Cree usted que no va a haber ratas y
escarabajos ahí detrás? ¡Claro que sí! ¿E imagina usted que no va a verlos?
¡Claro que no! Las ratas son los duendes, se lo digo yo, y los duendes son las
ratas…, ¡y no crea otra cosa!
—Señora
Dempster —dijo gravemente Malcolmson con una pequeña inclinación de cabeza—,
¡sabe usted más que un catedrático de matemáticas! Permítame decirle que, en
señal de mi estima hacia su indudable salud mental, cuando me vaya le daré la
posesión de esta casa y le permitiré que resida aquí usted sola durante los dos
últimos meses de mi alquiler, puesto que las cuatro primeras semanas bastarán
para mis propósitos.
—¡Muchas
gracias por su amabilidad, señor! —respondió ella—. Pero no puedo dormir ni una
noche fuera de mi dormitorio: vivo en la Casa de Caridad Greenhow, y si pasara
una sola noche fuera de mis habitaciones perdería todos los derechos de seguir
viviendo allí. La reglas son muy estrictas, y hay demasiada gente esperando una
vacante para que yo me decida a correr el menor riesgo. Si no fuera por esto,
señor, vendría con mucho gusto a dormir aquí para atenderle durante su
estancia.
—Mi
buena señora —dijo apresuradamente Malcolmson—, he venido aquí con el propósito
de estar solo, y créame que le estoy profundamente agradecido al difunto señor
Greenhow por haber organizado su casa de caridad, o lo que sea, de forma tan
admirable que me vea privado por la fuerza de la oportunidad de tan terrible
tentación. ¡San Antonio en persona no habría podido ser más rígido al respecto!
La
vieja se rió secamente.
—¡Ah!
—dijo—, ustedes los señoritos jóvenes no se asustan de nada. Puede estar seguro
que encontrará aquí toda la soledad que desea.
Y se
puso a trabajar en la limpieza y, al anochecer, cuando Malcolmson regresó de
dar su aseo (siempre llevaba uno de sus libros para estudiar mientras paseaba),
se encontró con la habitación barrida y aseada, un fuego ardiendo en la
chimenea y la mesa servida para la cena con las excelentes provisiones de la
señora Witham.
—¡Esto
sí es comodidad! —dijo mientras se frotaba las manos.
Tras
terminar de cenar y poner la bandeja con los restos de la cena al otro extremo
de la gran mesa de roble, volvió a sus libros: echó más leña al fuego,
despabiló la lámpara y se sumergió en su duro trabajo. No hizo ninguna pausa
hasta más o menos las once, cuando suspendió su tarea durante unos momentos
para avivar el fuego y despabilar de nuevo la lámpara y hacerse una taza de té.
Siempre
había sido muy aficionado al té; durante toda su vida universitaria solía
quedarse estudiando hasta muy tarde, y siempre tomaba té y más té hasta que
dejaba de estudiar. El descanso era un lujo para él, y lo disfrutaba con una
sensación de delicioso y voluptuoso desahogo. El fuego reavivado saltó y
chisporroteó y proyectó extrañas sombras en la vasta y antigua habitación y,
mientras tomaba a sorbos el té caliente, gozó con la sensación de aislamiento
de sus semejantes. Fue entonces cuando notó por primera vez el ruido que hacían
las ratas.
«Seguro
que no han hecho tanto ruido durante todo el tiempo que he estado estudiando —
pensó—. ¡De lo contrario me hubiera dado cuenta!» Luego, mientras el ruido iba
en aumento, se tranquilizó diciéndose que aquellos rumores eran realmente
nuevos. Resultaba evidente que al principio las ratas se habían asustado por la
presencia de un extraño y por la luz del fuego y de la lámpara, pero a medida
que transcurría el tiempo se habían ido volviendo más atrevidas, y ya se
hallaban entretenidas de nuevo en sus ocupaciones habituales.
¡Y
eran realmente activas! ¡Subían y bajaban por detrás del zócalo que revestía la
pared, por encima del cielo raso, por debajo del suelo, se movían, corrían, bullían,
roían y arañaban!
Malcolmson
sonrió al recordar las palabras de la señora Dempster: «los duendes son las
ratas y las ratas son los duendes». El té empezaba a hacer su efecto
estimulante sobre nervios e intelecto, y el estudiante vio con alegría que
tenía ante sí una nueva inmersión en el largo hechizo del estudio antes que
terminase la noche, cosa que le proporcionó tal sensación de comodidad que se
permitió el lujo de echar un ojeada por la habitación. Tomó la lámpara en una
mano y recorrió la estancia, preguntándose por qué una casa tan original y
hermosa como aquélla había permanecido abandonada durante tanto tiempo. Los
paneles de roble que recubrían las paredes estaban finamente labrados, y el
trabajo en madera de puertas y ventanas era hermoso y de raro mérito. Había
algunos cuadros viejos en las paredes, pero estaban tan densamente cubiertos de
polvo y suciedad que no pudo distinguir ningún detalle a pesar que levantó la
lámpara todo lo posible para iluminarlos. Aquí y allá, en su recorrido, topó
con alguna grieta o agujero bloqueados por un momento por la cabeza de una
rata, cuyos brillantes ojos relucían a la luz, pero al instante la cabeza
desaparecía, con un chillido y un rumor de huida. Sin embargo, lo que más
intrigó a Malcolmson fue la cuerda de la gran campana de alarma del tejado, que
colgaba en un rincón de la estancia, a la derecha de la chimenea. Arrastró
hasta cerca del fuego una gran silla de roble tallado y respaldo alto y se
sentó para tomar su última taza de té. Cuando hubo terminado, avivó el fuego y
volvió a su trabajo, sentado en la esquina de la mesa, con el fuego a su
izquierda. Durante un buen rato las ratas perturbaron su estudio con su
continuo rebullir, pero acabó por acostumbrarse al ruido, del mismo modo que
uno se acostumbra al tic-tac de un reloj o al rumor de un torrente; y así se
sumergió de tal forma en el trabajo que nada en el mundo, excepto el problema
que estaba intentando resolver, hubiera sido capaz de hacer mella en él.
Pero
de pronto, sin haber conseguido resolverlo aún, levantó la cabeza: en el aire
notó esa sensación tan peculiar que precede al amanecer y que tan temible
resulta para los que llevan vidas dudosas. El ruido de las ratas había cesado.
Desde luego, tenía la impresión que había cesado hacía tan sólo unos instantes,
y que precisamente había sido este repentino silencio lo que le había obligado
a levantar la cabeza. El fuego se había ido apagando, pero todavía arrojaba un
profundo y rojo resplandor. Al mirar en esa dirección, y a pesar de toda su sang
froid, sufrió un sobresalto.
Allí,
sobre la silla de roble tallado y alto respaldo, a la derecha de la chimenea,
había una enorme rata que le miraba fijamente con sus tristes ojillos. Hizo un
gesto para ahuyentarla, pero la rata no se movió. Ante lo cual hizo
ademán de arrojarle algo. Tampoco se movió, sino que le mostró encolerizada sus
grandes dientes blancos; a la luz de la lámpara, sus crueles ojillos brillaban
con una luz de venganza.
Malcolmson
se asombró, y, tomando el atizador de la chimenea, corrió hacia la rata para
matarla.
Pero
antes que pudiera golpearla, ésta, con un chillido que parecía concentrar todo
su odio, saltó al suelo y, trepando por la cuerda de la campana de alarma,
desapareció en la oscuridad donde no llegaba el resplandor de la lámpara,
tamizado por una pantalla verde. Al instante, y eso fue lo más extraño, el
ruidoso bullicio de las ratas tras los paneles de roble se reanudó.
Esta
vez Malcolmson no consiguió sumergirse de nuevo en el problema; pero, cuando el
gallo cantó afuera anunciando la llegada del alba, se fue a la cama a
descansar.
Durmió
tan profundamente que ni siquiera se despertó cuando llegó la señora Dempster
para arreglar la habitación. Sólo lo hizo cuando la mujer, una vez barrida la
estancia y preparado el desayuno, golpeó discretamente en el biombo que
ocultaba la cama. Aún se sentía un poco cansado de su duro trabajo nocturno,
pero una cargada taza de té lo despejó pronto y, tomando un libro, salió a dar
su paseo matutino, llevándose consigo unos bocadillos por si no le apetecía
volver hasta la hora de la cena. Encontró un sendero apacible entre los olmos,
y allí pasó la mayor parte del día estudiando su Laplace. A su regreso pasó a
saludar a la señora Witham y a darle las gracias por su amabilidad. Cuando ella
le vio llegar a través de una ventana de su sanctasanctórum, emplomada con
rombos de vidrios de colores, salió a la calle a recibirle y le pidió que
pasase. Una vez dentro, le miró inquisitivamente y negó con la cabeza al tiempo
que decía: —No debe trabajar tanto, señor. Esta mañana está usted más pálido
que otras veces. Estar despierto hasta tan tarde y con un trabajo tan duro para
el cerebro no es bueno para nadie. Pero dígame, señor, ¿cómo ha pasado la
noche? Espero que bien. ¡No sabe cuánto me alegré cuando la señora Dempster me
dijo esta mañana que le había encontrado tan profundamente dormido cuando
llegó!
—Oh,
sí, todo ha sido estupendo —repuso él con una sonrisa—; todavía no me han
molestado los «algos». Sólo las ratas. Tienen montado un auténtico circo por
todo el lugar. Había una, de aspecto diabólico, que hasta se atrevió a subirse
a mi propia silla, junto al fuego, y no se habría marchado de no haberla yo
amenazado con el atizador; entonces trepó por la cuerda de la campana de alarma
y desapareció allá arriba, por encima de las paredes o el techo; no pude verlo
bien debido a la oscuridad.
—¡Dios
nos asista! —Exclamó la señora Witham—. ¡Un viejo diablo, y sobre una silla
junto al fuego! ¡Tenga cuidado, señor! ¡Tenga mucho cuidado! A veces hay cosas
muy verdaderas que se dicen en broma.
—¿Qué
quiere usted decir? Palabra que no la comprendo.
—¡Un
viejo diablo! El viejo diablo, quizá. ¡Oh, señor, no se ría usted! —pues
Malcolmson había estallado en una franca carcajada—. Ustedes, la gente joven,
creen que es muy fácil reírse de cosas que hacen estremecer a los viejos. ¡Pero
no importa, señor! ¡No haga caso! Quiera Dios que pueda usted continuar riendo
todo el tiempo. ¡Eso es lo que le deseo!
Y la
buena señora rebosó de nuevo alegre simpatía, olvidados por un momento todos
sus temores.
—¡Oh,
perdóneme! —dijo entonces Malcolmson—. No me juzgue descortés, es que la cosa
me ha hecho gracia…, eso que el viejo diablo en persona estaba anoche sentado
en mi silla… Y al recordarlo se rió de nuevo. Luego se fue a su casa a cenar.
Aquella
noche el rumor de las ratas empezó más temprano; con toda seguridad se había
iniciado ya antes de su regreso, y sólo dejó de oírse unos momentos mientras
les duró el susto causado por su imprevista llegada. Después de cenar se sentó
un momento junto al fuego a fumar y, tras limpiar la mesa, empezó de nuevo su
trabajo como otras veces. Pero esa noche las ratas le distraían más que la
anterior. ¡Cómo correteaban de arriba abajo, por detrás y por encima! ¡Cómo
chillaban, roían y arañaban! ¡Y cómo, más atrevidas a cada instante, se
asomaban a las bocas de sus agujeros y por todas las grietas y resquebrajaduras
del zócalo, con sus ojillos brillantes como lámparas diminutas cuando se
reflejaba en ellos el fulgor del fuego! Pero para el estudiante, habituado sin
duda a ellos, esos ojos no tenían nada de siniestro; por el contrario, sólo
veía en ellos un aire travieso y juguetón.
A
menudo, las más atrevidas hacían incursiones por el suelo o a lo largo de las
molduras de la pared.
Una
y otra vez, cuando empezaban a molestarle demasiado, Malcolmson hacía un ruido
para asustarlas, golpeaba la mesa con la mano o emitía un fiero «Ssssh, ssssh»
para que huyesen inmediatamente a sus escondrijos.
Así
transcurrió la primera mitad de la noche; luego, a pesar del ruido, Malcolmson
fue sumergiéndose cada vez más en el estudio.
De
repente, alzó la vista, como la noche anterior, dominado por una súbita
sensación de silencio.
No
se oía ni el más leve ruido de roer, chillar o arañar. Era un silencio de
tumba. Entonces recordó el extraño suceso de la noche anterior, e
instintivamente miró a la silla que había junto a la chimenea.
Una
extraña sensación recorrió entonces todo su cuerpo.
Allá,
al lado de la chimenea, en la gran silla de roble tallado de respaldo alto,
estaba la misma enorme rata mirándole fijamente con unos ojillos fúnebres y
malignos.
Instintivamente
tomó el objeto que tenía más al alcance de su mano, unas tablas de logaritmos,
y se lo arrojó. El libro fue mal dirigido y la rata ni se movió; así que tuvo
que repetir la escena del atizador de la noche anterior; y de nuevo la rata, al
verse estrechamente cercada, huyó trepando por la cuerda de la campana de
alarma. También fue muy extraño que la fuga de esta rata fuese seguida
inmediatamente por la reanudación del ruido de la comunidad. En esta ocasión,
como en la precedente, Malcolmson no pudo ver por qué parte de la estancia
desapareció el animal, pues la pantalla de su lámpara dejaba en sombras la
parte superior de la habitación y el fuego brillaba mortecino.
Miró
su reloj y observó que era casi medianoche y, no descontento del
divertissement, avivó el fuego y se preparó una taza de té. Había trabajado
perfectamente sumergido en el hechizo del estudio y se creyó merecedor de un
cigarrillo; así pues, se sentó en la gran silla de roble tallado junto a la
chimenea y fumó con delectación. Mientras lo hacía, empezó a pensar que le
gustaría saber por dónde lograba meterse el animal, ya que empezaba a acariciar
la idea de poner en práctica al día siguiente algo relacionado con una
ratonera. En previsión de ello, encendió otra lámpara y la colocó de forma que
iluminase bien el rincón derecho que formaban la chimenea y la pared. Luego
apiló todos los libros que tenía, colocándolos al alcance de la mano para arrojárselos
al animal si llegaba el caso. Finalmente, levantó la cuerda de la campana de
alarma y colocó su extremo inferior encima de la mesa, pisándolo con la
lámpara. Cuando tomó la cuerda en sus manos no pudo por menos que notar lo
flexible que era, sobre todo teniendo en cuenta su grosor y el tiempo que
llevaba sin usar.
«Se
podría colgar a un hombre de ella», pensó para sí. Terminados sus preparativos,
miró a su alrededor y exclamó, satisfecho:
—¡Ahora,
amiga mía, creo que vamos a vernos las caras de una vez!
Reanudó
su estudio, y aunque al principio le distrajo el ruido que hacían las ratas,
pronto se abandonó por completo a sus proposiciones y problemas.
De
nuevo fue reclamado de pronto por su alrededor. Esta vez no fue sólo el
repentino silencio lo que llamó su atención; había, además, un ligero
movimiento de la cuerda, y la lámpara se tambaleaba. Sin moverse, comprobó que
la pila de libros estuviese al alcance de su mano y luego deslizó su mirada a
lo largo de la cuerda. Pudo observar que la gran rata se dejaba caer desde la
cuerda a la silla de roble, se instalaba en ella y le contemplaba. Tomó un
libro con la mano derecha y, apuntando cuidadosamente, se lo lanzó. La rata,
con un rápido movimiento, saltó de costado y esquivó el proyectil. Tomó entonces
un segundo y luego un tercero, y se los lanzó uno tras otro, pero sin éxito.
Por fin, y en el momento en que se disponía a arrojarle un nuevo libro, la rata
chilló y pareció asustada. Esto aumentó más aún su deseo de dar en el blanco;
el libro voló, y alcanzó a la rata con un golpe resonante. El animal lanzó un
chillido terrorífico y, echando a su perseguidor una mirada de terrible
malignidad, trepó por el respaldo de la silla, desde cuyo borde superior saltó
hasta la cuerda de la campana de alarma, por la cual subió con la velocidad del
rayo. La lámpara que sujetaba la cuerda se tambaleó bajo el repentino tirón,
pero era pesada y no llegó a caerse.
Malcolmson
siguió a la rata con la mirada y la vio, gracias a la luz de la segunda
lámpara, saltar a una moldura del zócalo y desaparecer por un agujero en uno de
los grandes cuadros colgados de la pared, indescifrable bajo la espesa capa de
polvo y suciedad.
—Mañana
le echaré una ojeada a la vivienda de mi amiga —dijo en voz alta el estudiante,
mientras recogía los volúmenes tirados por el suelo—. El tercer cuadro partir
de la chimenea: no lo olvidaré. —Tomó los libros uno a uno, haciendo un
comentario sobre ellos mientras iba leyendo sus títulos—. Secciones cónicas no
la rozó, ni tampoco Oscilaciones cicloideas, ni los Principia, ni los
Cuaternios, ni la Termodinámica. ¡Éste es el libro que la alcanzó! —Malcolmson
lo tomó del suelo y miró el título y, al hacerlo, se sobresaltó y una súbita
palidez cubrió su rostro. Miró a su alrededor, inquieto, y se estremeció
levemente mientras murmuraba para sí—: ¡La Biblia que me dio mi madre!
¡Qué
extraña coincidencia!
Volvió
a sentarse y reanudó su trabajo; las ratas del zócalo volvieron a sus
cabriolas. Sin embargo, ahora no le molestaban; al contrario, su presencia le
proporcionaba una cierta sensación de compañía. Pero no pudo concentrarse en el
estudio y, después de intentar inútilmente dominar el tema que tenía entre
manos, lo dejó con desesperación y fue a acostarse, justo cuando el primer
resplandor del amanecer penetraba furtivamente por la ventana que daba al este.
Durmió
pesadamente pero inquieto, y soñó mucho; cuando le despertó la señora Dempster,
ya muy entrada la mañana, su aspecto era de haber descansado mal, y durante
algunos minutos no pareció darse cuenta exacta de dónde se encontraba. Su
primer encargo sorprendió bastante a la criada.
—Señora
Dempster, cuando me ausente hoy de casa quiero que tome la escalera, saque el
polvo y limpie bien todos esos cuadros…, especialmente el tercero a partir de
la chimenea. Quiero ver qué hay en ellos.
Hasta
bien entrada la tarde estuvo Malcolmson estudiando a la sombra de los árboles;
a medida que transcurría el día notó que sus asimilaciones mejoraban
progresivamente y fue volviendo al alegre optimismo del día anterior. Ya había
conseguido solucionar satisfactoriamente todos los problemas que hasta entonces
le habían eludido, y se encontraba en un estado tal de euforia que decidió
hacer una visita a la señora Witham en «El Buen Viajero». La encontró en su
confortable cuarto de estar, acompañada por un desconocido que le fue
presentado como el doctor Thornhill. La mujer no parecía hallarse totalmente a
gusto, y esto, unido a que el hombre se lanzó de inmediato a hacerle toda una
serie de preguntas, hizo pensar a Malcolmson que la presencia del doctor no era
casual, así que dijo sin ambages:
—Doctor
Thornhill, contestaré gustosamente cualquier pregunta que quiera hacerme, si
primero me contesta usted a una que deseo hacerle yo.
El
doctor pareció sorprenderse, pero sonrió y respondió al momento:
—¡De
acuerdo! ¿De qué se trata?
—¿Le
pidió a usted la señora Witham que viniera aquí a verme y aconsejarme?
El
doctor Thornhill, se mostró por un momento desconcertado, y la señora Witham
enrojeció vivamente y volvió la cara hacia otro lado; sin embargo, el doctor
era un hombre sincero e inteligente y no dudó en contestar con franqueza:
—Así
fue, en efecto, pero no quería que usted se enterase. Supongo que han sido mi
torpeza y mi apresuramiento los que le han hecho sospechar. Pero en fin, lo que
me dijo fue que no le gustaba la idea que estuviese usted en esa casa
completamente solo, y tomando tanto té y tan cargado. Deseaba que yo le
aconsejase que dejara el té y no se quedara a estudiar hasta tan tarde. Yo
también fui un buen estudiante en mis tiempos, y por ello espero que me permita
tomarme la libertad de darle un consejo sin ánimo de ofenderle, puesto que no
le hablo como un extraño, sino como un universitario puede hablarle a otro.
Malcolmson
le tendió la mano con una radiante sonrisa.
—¡Choque
esos cinco!, como dicen en Norteamérica —exclamó—. Le agradezco mucho su
interés, y también a la señora Witham; y su amabilidad me obliga a pagarles en
la misma moneda.
Prometo
no volver a tomar té cargado, ni sin cargar, hasta que usted me autorice. Y
esta noche me iré a la cama a la una de la madrugada lo más tarde. ¿De acuerdo?
—Estupendo
—dijo el médico—. Y ahora cuénteme usted todo lo que ha visto en el viejo
caserón.
Malcolmson
relató con todo detalle lo sucedido en las dos últimas noches. Fue interrumpido
de vez en cuando por las exclamaciones de la señora Witham, hasta que
finalmente, al llegar al episodio de la Biblia, toda la emoción reprimida de la
mujer halló salida en un tremendo alarido, y hasta que no se le administró un
buen vaso de coñac con agua no se repuso. El doctor Thornhill lo escuchó todo
con expresión de creciente gravedad, y cuando el relato llegó a su fin y la
señora Witham quedó tranquila preguntó:
—¿La
rata siempre trepa por la cuerda de la campana de alarma?
—Sí,
siempre.
—Supongo
que ya sabrá usted —dijo el doctor tras una pausa— qué es esa cuerda.
—¡No!
—Es
—dijo el doctor lentamente— la misma que utilizaba el verdugo para ahorcar a
las víctimas del cruel juez.
Al
llegar a este punto fue interrumpido de nuevo por otro grito de la señora
Witham, y hubo que poner otra vez en juego los medios para que volviera a
recobrarse. Malcolmson, tras consultar su reloj, observó que ya era casi hora
de cenar y se marchó a su casa tan pronto como ella se hubo recobrado.
Cuando
la señora Witham volvió totalmente en sí, asaetó al doctor Thornhill con
coléricas preguntas acerca de qué pretendía metiendo aquellas horribles ideas
en la cabeza del pobre joven.
—Ya
tiene allí demasiadas preocupaciones —añadió.
El
doctor Thornhill respondió:
—¡Mi
querida señora, mi propósito es bien distinto! Lo que yo quería era atraer su
atención hacia la cuerda de la campana y mantenerla fija allí. Es posible que
se halle en un estado de gran sobreexcitación, por haber estudiado demasiado o
por lo que sea, pero de todas formas me veo obligado a reconocer que parece un
joven tan sano y fuerte mental y corporalmente como el que más.
Pero
luego están las ratas…, y esa sugerencia del diablo… —El doctor agitó la cabeza
y prosiguió—: Me habría ofrecido a ir a pasar la noche con él, pero estoy
seguro que eso le hubiera humillado.
Parece
que por la noche sufre algún tipo de extraño terror o alucinación, y de ser así
deseo que tire de esa cuerda. Como está completamente solo, eso nos servirá de
aviso y podremos llegar hasta él a tiempo aún de serle útiles. Esta noche me
mantendré despierto hasta muy tarde y tendré los oídos bien abiertos. No se
alarme usted, señora Witham, si Benchurch recibe una sorpresa antes de mañana.
—Oh,
doctor, ¿qué quiere usted decir?
—Exactamente
esto: es muy posible, o mejor dicho probable, que esta noche oigamos la gran
campana de alarma de la Casa del Juez.
Y el
doctor hizo un mutis tan efectista como se podía esperar.
Cuando
Malcolmson llegó a la casa descubrió que era un poco más tarde que de costumbre
y que la señora Dempster ya se había marchado: las reglas de la Casa de Caridad
Greenhow no eran de desdeñar. Se alegró mucho de ver que el lugar estaba limpio
y reluciente, un alegre fuego ardía en la chimenea y la lámpara estaba bien despabilada.
La tarde era muy fría para el mes de abril, y soplaba un pesado viento con una
violencia que crecía tan rápidamente que podía esperarse una buena tormenta
para la noche. El ruido que hacían las ratas cesó durante unos pocos minutos
tras su llegada, pero tan pronto como se volvieron a acostumbrar a su presencia
lo reanudaron. Se alegró de oírlas, y una vez más notó que en su bullicioso
rumor había algo que le hacía sentirse acompañado.
Sus
pensamientos retrocedieron hasta el extraño hecho que las ratas sólo dejaban de
manifestarse cuando aquella otra rata (la gran rata de ojillos fúnebres)
entraba en escena. Sólo estaba encendida la lámpara de lectura, cuya pantalla
verde mantenía en sombras el techo y la parte superior de la estancia, de tal
modo que la alegre y rojiza luz de la chimenea se extendía cálida y agradable
por el pavimento y brillaba sobre el blanco mantel que cubría la mesa.
Malcolmson se sentó a cenar con buen apetito y espíritu alegre. Después de
cenar y fumar un cigarrillo se entregó firmemente a su trabajo, decidido a que
nada le distrajese, pues recordaba la promesa hecha al doctor y quería
aprovechar de la mejor manera posible el tiempo que disponía.
Durante
más de una hora trabajó sin problemas, y luego sus pensamientos empezaron a
desprenderse de los libros y a vagabundear por su cuenta. Las actuales
circunstancias en las que se hallaba y la llamada de atención sobre su salud
nerviosa no eran algo que pudiera despreciar. Por aquel entonces, el viento se
había convertido ya en un vendaval, y el vendaval en una tormenta. La vieja
casa, pese a su solidez, parecía estremecerse desde sus cimientos, y la
tormenta rugía y bramaba a través de las múltiples chimeneas y los viejos
gabletes, produciendo extraños y aterradores sonidos en los pasillos y las
estancias vacías. Incluso la gran campana de alarma del tejado debía estar
sufriendo los embates del viento, pues la cuerda subía y bajaba levemente, como
si la campana estuviera moviéndose un poco, y el extremo inferior de la
flexible cuerda azotaba el suelo de roble con un ruido duro y hueco.
Al
escucharlo, Malcolmson recordó las palabras del doctor: «Es la cuerda que
utilizaba el verdugo para ahorcar a las víctimas del cruel juez.» Se acercó al
rincón de la chimenea y la tomó entre sus manos para contemplarla. Parecía
sentir como una especie de morboso interés por ella, y mientras la estaba
observando se perdió un momento en conjeturas sobre quiénes habrían sido esas
víctimas y sobre el lúgubre deseo del juez de tener siempre ante su vista una
reliquia tan macabra.
Mientras
permanecía allí, el suave balanceo de la campana del tejado había seguido
comunicando a la cuerda cierto movimiento, pero ahora, de pronto, empezó a
notar una nueva sensación, una especie de temblor en la cuerda, como si algo se
estuviera moviendo a lo largo de ella.
Levantó
instintivamente la vista y vio a la enorme rata que, lentamente, bajaba hacia
él mirándole con fijeza. Soltó la cuerda y retrocedió con brusquedad,
mascullando una maldición; la rata dio la vuelta, trepó de nuevo por la cuerda
y desapareció; y en ese instante Malcolmson se dio cuenta que el ruido de las
ratas, que había cesado hacía un momento, volvía a comenzar.
Todo
esto le dejó pensativo; entonces recordó que no había investigado la madriguera
de la rata ni mirado los cuadros como había pensado hacer. Encendió la otra
lámpara, que no tenía pantalla, y levantándola se situó frente al tercer cuadro
a la derecha de la chimenea, que era por donde había visto desaparecer a la
rata la noche anterior.
A la
primera ojeada retrocedió, tan bruscamente sobresaltado que casi dejó caer la
lámpara, y una mortal palidez cubrió sus facciones. Sus rodillas entrechocaron,
pesadas gotas de sudor perlaron su frente, y tembló como un álamo. Pero era
joven y animoso, y consiguió armarse nuevamente de valor; tras una pausa de
unos segundos avanzó lentamente unos pasos, alzó la lámpara y examinó el
cuadro, que una vez desempolvado y limpio era ya claramente distinguible.
Era
el retrato de un juez vestido de púrpura y armiño. Su rostro era fuerte y
despiadado, maligno, vengativo y astuto, con una boca sensual y una nariz
ganchuda de rojizo color y forma semejante al pico de un ave de presa. El resto
de la cara era de un color cadavérico. Los ojos, de un brillo peculiar, tenían una
expresión terriblemente maligna. Contemplándolos, Malcolmson sintió frío, pues
en ellos vio una réplica exacta a los ojos de la enorme rata. Casi se le cayó
la lámpara de la mano cuando vio a ésta mirándole con sus ojillos fúnebres
desde el agujero de la esquina del cuadro y notó el repentino cese del ruido de
las demás. Pese a ello, volvió a reunir todo su valor y continuó examinando la
pintura.
El
juez estaba sentado en una gran silla de roble tallado de respaldo alto, a la
derecha de una chimenea de piedra junto a la cual colgaba desde el techo una
cuerda que yacía con su extremo inferior enrollado en el suelo. Con una
sensación de horror, Malcolmson reconoció en esa escena la habitación donde se
hallaba ahora, y miró despavorido a su alrededor, como esperando hallar alguna
extraña presencia a su espalda. Luego volvió a dirigir su mirada al rincón que
formaba la chimenea y, lanzando un grito desgarrado, dejó caer la lámpara que
llevaba en la mano.
Allí,
en la silla del juez, con la cuerda colgando tras ella, se había instalado
aquella enorme rata que tenía la misma fúnebre mirada que éste, ahora
diabólicamente intensa. Excepto el ulular de la tormenta, todo mantenía un
completo silencio.
La
lámpara caída hizo que Malcolmson volviera a la realidad. Por fortuna, era de
metal y el aceite no se derramó. Sin embargo, la necesidad de recogerla de
inmediato serenó sus aprensiones nerviosas. Cuando hubo apagado la lámpara se
secó el sudor y meditó un momento.
—Esto
no puede ser —se dijo en voz alta—. Si sigo así voy a volverme loco. ¡Basta ya!
Prometí al doctor que no tomaría té. ¡Por Dios que tenía razón! Mis nervios han
debido llegar a un estado terrible. Es curioso que yo no lo note. Nunca en mi
vida me he encontrado mejor. Pero ahora todo vuelve a ir bien, no volveré a
comportarme como un necio.
Se
preparó un buen vaso de brandy y se sentó resueltamente para proseguir su
estudio.
Llevaba
así cerca de una hora cuando levantó la vista del libro, atraído por el súbito
silencio. Sin embargo, el viento ululaba y rugía más fuerte que nunca, y la
lluvia golpeaba en ráfagas los cristales de las ventanas como si fuera granizo;
en el interior de la casa, sin embargo, no se oía nada, excepto el eco del
viento bramando por la gran chimenea como un arrullo de la tormenta. El fuego
casi se había apagado; ardía ya sin llama, arrojando sólo un resplandor rojizo.
Malcolmson escuchó con atención, y entonces oyó un tenue y chirriante ruido,
casi inaudible. Provenía del rincón de la estancia donde colgaba la cuerda, y
el estudiante pensó que debía producirlo el roce de la cuerda contra el suelo
cuando el balanceo de la campana la hacía subir y bajar. Sin embargo, al mirar
hacia allí, observó sorprendido que la rata, agarrada a la cuerda, la estaba
royendo. La cuerda estaba ya casi roída por completo; se podía ver un color más
claro en el punto donde las hebras internas habían quedado al descubierto.
Mientras observaba, la tarea quedó completada y la cuerda cayó con un chasquido
sobre el piso de roble, al tiempo que, por un instante, la gran rata permanecía
colgada, como una monstruosa borla o campanilla, del cabo superior, que empezó
a balancearse a uno y otro lado. Malcolmson sintió por un momento otra oleada
brusca de terror al darse cuenta que la posibilidad de comunicarse con el mundo
exterior y pedir auxilio había quedado cortada, pero este sentimiento fue
reemplazado en seguida por una intensa cólera y, agarrando el libro que estaba
leyendo, lo arrojó contra la rata. El tiro iba bien dirigido, pero antes que el
proyectil pudiera alcanzarla, la rata se dejó caer y aterrizó en el suelo con
un blando ruido. Malcolmson se abalanzó al instante sobre ella, pero el animal
salió disparado y desapareció en las sombras de la estancia.
Malcolmson
comprendió que el estudio había terminado, al menos por aquella noche, y
decidió alterar la monotonía de su vida con una cacería de ratas. Retiró la
pantalla de la lámpara para conseguir un mayor radio de acción de la luz. Al
hacerlo, se disiparon las tinieblas de la parte superior de la estancia, y ante
aquella invasión de luz, cegadora en comparación con la oscuridad anterior, los
cuadros de la pared destacaron limpiamente. Desde donde estaba Malcolmson pudo
ver, justo frente a él, el tercero a la derecha de la chimenea. Se frotó con
sorpresa los ojos, y luego un gran miedo empezó a invadirle.
En
el centro del cuadro había un espacio vacío, grande e irregular, en el que se
veía el lienzo pardo tan limpio como cuando fue colocado en el bastidor. El
fondo del cuadro estaba como antes, con la silla, el rincón de la chimenea y la
cuerda, pero la figura del juez había desaparecido. Malcolmson estremecido de
terror, fue girando lentamente, y entonces empezó a estremecerse y a temblar
como afectado por un ataque de parálisis. Sus fuerzas parecían haberle abandonado,
dejándole incapaz de hacer el menor movimiento, incluso casi incapaz de pensar.
Sólo podía ver y oír.
Allí,
en la gran silla de roble de alto respaldo, estaba sentado el juez, con su
atuendo de púrpura y armiño, los fúnebres ojos brillando vengativos, una
sonrisa de triunfo en la boca, firme y cruel, mientras sostenía en sus manos un
negro birrete. Malcolmson notó que la sangre huía de su corazón, como lo que se
siente en los momentos de prolongada ansiedad. Le silbaban los oídos. Sin
embargo, podía oír el bramar y el aullar de la tempestad y, atravesándola,
deslizándose sobre ella, le llegaron las campanadas de medianoche, en grandes
repiques, desde la plaza del mercado. Durante un tiempo que se le antojó
interminable permaneció inmóvil como una estatua, casi sin respiración, con los
ojos desorbitados, heridos de horror. A medida que iba sonando el reloj se
intensificaba la sonrisa de triunfo en la cara del juez, y cuando hubo sonado
la última campanada de medianoche se colocó el negro birrete en la cabeza.
Lenta,
deliberadamente, el juez se levantó de su asiento y tomó el trozo de cuerda que
yacía en el suelo, lo palpó con sus manos como si su contacto le produjese
placer, y luego empezó a anudar uno de sus extremos. Apretó y comprobó el nudo
con el pie, tirando fuertemente de él hasta quedar satisfecho, y entonces lo
transformó en un nudo corredizo, que alzó en su mano. Después empezó a moverse
a lo largo de la mesa, por el lado opuesto a donde se encontraba Malcolmson,
con la mirada fija en él, hasta que le rebasó; entonces, con un rápido
movimiento, se colocó ante la puerta.
Malcolmson
empezó a darse cuenta en ese momento que había caído en una trampa, e intentó
pensar qué debía hacer. Había cierta fascinación en los ojos del juez que no se
apartaban de él, y cuya mirada Malcolmson se veía forzado a sostener. Vio que
el juez se le aproximaba (sin dejar de mantenerse entre la puerta y el joven),
levantaba el lazo y lo arrojaba en su dirección, como para capturarle. Con un
gran esfuerzo hizo un rápido movimiento lateral y vio cómo la cuerda caía a
su lado y la oyó golpear contra el suelo de roble. De nuevo levantó el
nudo el juez y trató de cazarle, sin apartar sus fúnebres ojos de él, y el
estudiante consiguió evitarlo haciendo un poderoso esfuerzo.
Esto
se repitió muchas veces, sin que el juez pareciera desanimarse por sus
fracasos, sino más bien gozar con ellos, como un gato con un ratón. Por fin, en
la cumbre de su desesperación, Malcolmson arrojó una rápida mirada a su
alrededor. La lámpara parecía reavivada y una brillante luz inundaba la
estancia. En las numerosas madrigueras y en las grietas y agujeros del zócalo
vio los ojos de las ratas; y esta visión, puramente física, le proporcionó un
destello de bienestar. Miró y pudo darse cuenta que la cuerda de la gran
campana de alarma estaba plagada de ratas. Cada centímetro estaba cubierto de
ellas, cada vez salían más a través del pequeño agujero circular del techo de
donde emergían, de tal modo que, bajo su peso, la campana empezaba a oscilar.
Osciló
hasta que el badajo llegó a tocarla. El sonido fue muy tenue, pero apenas había
comenzado su vaivén, y poco a poco iría aumentando la potencia del tañido.
Al
oírlo, el juez, que había mantenido los ojos fijos en Malcolmson, los levantó,
y un gesto de diabólica ira contrajo su rostro. Sus ojos relucieron como
carbones encendidos y golpeó el suelo con el pie, haciendo un ruido que pareció
estremecer toda la casa. El pavoroso estruendo de un trueno estalló sobre sus
cabezas al mismo tiempo que el juez volvía a levantar el lazo y las ratas
seguían subiendo y bajando por su cuerda, como si luchasen contra el tiempo.
Pero esta vez, en lugar de arrojarlo, se fue acercando a su víctima, y fue
abriendo el lazo a medida que se aproximaba. Al llegar frente al estudiante
pareció irradiar algo paralizante con su sola presencia, y Malcolmson,
permaneció rígido como un cadáver. Sintió sobre su garganta los helados dedos
del juez mientras éste le ajustaba el lazo. El nudo se apretó. Entonces el
juez, tomando en sus brazos el rígido cuerpo del muchacho, lo levantó,
colocándolo en pie sobre la silla de roble y, subido junto a él, alzó su mano y
tomó el extremo de la oscilante cuerda de la campana de alarma. Al alzar la
mano, las ratas huyeron, chillando, por el agujero del techo. Tomando el
extremo del lazo que rodeaba el cuello de Malcolmson, lo ató a la cuerda que
colgaba de la campana y entonces, descendiendo de nuevo al suelo, quitó la
silla.
Al
comenzar a sonar la campana de alarma de la Casa del Juez se congregó de
inmediato un gran gentío. Aparecieron luces y antorchas y, silenciosamente, la
multitud se encaminó presurosa hacia allí. Golpearon fuertemente la puerta,
pero nadie respondió. Entonces la echaron abajo y penetraron en el gran
comedor; el doctor iba a la cabeza de todos.
El
cuerpo del estudiante se balanceaba del extremo de la cuerda de la gran campana
de alarma; en el cuadro, el rostro del juez mostraba una sonrisa maligna.
Chicos y chicas de 1°año, les dejo un cuento de terror muy bueno que les pido que lean para el viernes; además de empezar a conversar sobre el género, les voy a detallar a los del Grupo 1 los temas que les quedaron pendientes y si nos queda tiempo voy a repasar los contenidos a reforzar para el Grupo 2 (aunque rindan el 30).
http://www.dominiopublico.es/libros/S/Bram_Stocker/Bram%20Stocker%20-%20La%20Casa%20del%20Juez.pdf
Un abrazo grande,
Prof. Arch
2° año: Les dejo la Guía de actividades para todos/as los/as que no pudieron cumplieron positivamente con todo el proceso. Deben hacer únicamente las actividades de aquellos contenidos que no hayan podido acreditar. Deberán enviarme las consignas resueltas por mail a guidoarch@gmail.com desde el martes 1 hasta el martes 8; porque del 9 al 15 ya empieza la instancia oral (horario habitual de clase)
Asignatura: Lengua y Literatura
Curso: 2° A
Profesor: Carlos Guido Arch
Guía de Actividades Período de
Diciembre
El género policial y las propiedades del texto
Actividades:
1) Realice un cuadro comparativo entre los tres
detectives que protagonizan: Estudio en escarlata, Variaciones en rojo y La
hermana menor. Considerá: nacionalidad, procedimiento, rasgos particulares, profesión,
relación con los otros personajes, etc. y demás variables que puedas comparar.
2) Aplique el esquema científico a uno de los relatos de
Walsh.
3) Lea y reescriba siguiente párrafo corrigendo la
cohesión, la coherencia y la adecuación hasta que resulte un texto formal:
“O sea, yo no sé si ellos quieren ir.
Quizás ellos estés cansados, pero yo no lo puedo saber. Onda, yo qué sé man.
Mejor preguntale a ellos directamente. Me gustan las papas fritas, ¿a vos? Es
una situación complicada la de ellos. Yo sé que eran novios, pero ahora ellos
ya no son más novios. Yo no quiero asegurarte nada”
4) Realice un diálogo entre un perro y un gato, ambos amigos, en la calle e introduzca elementos cohesivos como hiperónimos, pronombres, omisiones y sustituciones. Además respete la adecuación según el contexto elegido.
El género de Ciencia ficción y Los actos e habla y las variedades lingüísticas
Actividades:
1) Establezca similitudes y diferencias entre la película
que le fue asignada para realizar el TP de Ciencia Ficción y El hombre bicentenario.
2) ¿Cuál es el conflicto en Marionetas S.A de Ray
Bradbury? ¿Cuál es la moraleja?
3) A partir del video de la BBC: “¿Por
qué argentinos y uruguayos pronuncian la LL distinto a los demás
hispanohablantes?”
https://www.youtube.com/watch?v=obfMLsimdy8&feature=emb_logo
Conteste:
A) ¿Qué es el "yeismo
rehilado?
B) ¿Cuál podría ser el origen de
ese sonido? (Contacto lingüístico)
C) ¿Porqué dice que en un momento el sonido pudo haber sido marginal?
4) A) ¿Qué son los cronoletos?
B) Busca ejemplos con familiares mayores que utilicen palabras o expresiones que
actualmente están en desuso.
C) ¿Cuál es tu manera de decir lo que
pusiste en el punto anterior?
5) Porqué crees que la clase social, la educación, la profesión, la edad, la procedencia étnica inciden en el uso de la lengua?
1° año: Les dejo la Guía de actividades para todos/as los/as que no pudieron cumplieron positivamente con todo el proceso. Deben hacer únicamente las actividades de aquellos contenidos que no hayan podido acreditar. Deberán enviarme las consignas resueltas por mail a guidoarch@gmail.com desde el martes 1 hasta el martes 8; porque del 9 al 15 ya empieza la instancia oral (horario habitual de clase)
Lengua y Literatura
Curso: 1° A
Profesor: Carlos Guido Arch
Guía de Actividades Período de Diciembre
El relato mitológico – Clase
de palabras
Actividades:
1) Homero llama a Zeus «hijo de Cronos» y «padre de
dioses y hombres». Busca
información sobre Cronos y sobre cómo sucedió a su padre
en el reinado del
universo.
2) ¿Por qué piensas que Telémaco no quiso que su madre se
enterara de que se
había marchado a buscar noticias sobre su padre?
3) Haz una lista de los sitios que visita Ulises a lo largo de la obra.
4) Clasifica las siguientes palabras:
Primero, Saltar, Mucho, Alto, Chino, Quizá, Prepararía, Jugué, Jauría, Colega
5) Identifica
el verbo de cada oración y luego indica: el tiempo, modo, número, persona, raíz
y desinencia.
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El relato fantástico - La comunicación y las funciones del lenguaje
Actividades:
1) Realice un análisis del cuento “Cómo se escapó Wang-Fo”
desde una perspectiva fantástica. Indicando: elementos realistas, quiebre del
verosímil, relación de los personajes con la fantasía, recursos, indicios.
2) Indique similitudes y diferencias entre “El sur” de
Borges y “La noche boca arriba” de Cortázar haciendo hincapié en el recurso del
sueño.
3) Invente un diálogo (máximo 10 líneas) en donde se
ponga de manifiesto al menos 4 funciones del lenguaje. En el mismo diálogo
señale al menos dos componentes de la situación comunicativa.
4) Qué tipo de signos son (justifique su respuesta): Una foto de la Estatua de
la Libertad, el número 3, el himno de Bulgaria, una pelota, un muñeco de Buzz
Lightyear, la fiebre, una huella en la arena, el código morse.
5) Comparte tres signos que tengan que ver con tu familia y explica cómo los
representan.